Pedro Musalem Nazar *
Resumen: En este artículo se comparan, desde una perspectiva histórica, dos formas de medicina tradicional amazónica: por una parte, el culto del yajé y, por otra, el uso del ayahuasca en el seno del vegetalismo, y del chamanismo indígena regional que le rodea. Se usan para ello, las ideas de Peter Gow respecto del ayahuasca, en cuanto forma histórica, social y cultural. Se adopta un enfoque comparativo para tornar comprensibles semejanzas y diferencias entre el yajé y el ayahuasca: ambos términos en este trabajo se emplean no solamente para indicar una misma sustancia, sino también ―y sobre todo― dos formas de práctica social desarrolladas en dos zonas contiguas de la Amazonía Noroccidental. De igual modo, se describen y confrontan los procesos coloniales de la misión católica y de las caucherías, en que estas tradiciones chamánicas se desarrollaron. Al final, se realiza un análisis de tipo etnográfico para complementar el contraste.
Palabras clave: yajé; ayahuasca; Peter Gow; colonialismo; chamanismo; etnohistoria.
Abstract: Two forms of traditional Amazonian medicine are compared: the cult of yajé in south Colombia and the mestizo use of ayahuasca in the Peruvian Amazon. Gow's ideas about the latter are exposed, and used in a comparative historical approach, in order to identify and interpret similarities and differences between both cultural manifestations. The main colonial processes – the Catholic mission and the rubber industry – in both regions are contrasted, and finally, an ethnographic perspective is offered to emphasize the present differences between both cultural manifestations.
Keywords: yage; ayahuasca; Peter Gow; colonialism; chamanism; ethnohistory.
Artículo de revisión/ Review article
Cómo citar este artículo: Musalem, P. (2024). Para una historia crítica del yajé y el ayahuasca: la hipótesis de Gow a la luz del yajé. Jangwa Pana, 23(1), 1-18. doi: https://doi.org/10.21676/16574923.5351
Recibido: 20 /06/2023 | Aceptado: 14/11/2023 | Disponible en línea: 01/01/2024
Introducción
En este artículo se emplearán los términos «yajé»1 y
«ayahuasca» para hacer referencia a dos formas conocidas, en amplios contextos amazónicos, de consumir una misma bebida alucinógena. Como se discutirá, ambas formas poseen tantos elementos en común ― históricos, políticos y culturales – que es útil entenderlos como dos variantes de un mismo desarrollo histórico.
Según se desprende de la hipótesis de Gow (1994), es en la relación colonial vertebrada por la misión católica y la actividad cauchera en la antigua provincia jesuita y española de Maynas ―hoy día en la Amazonía noroccidental del Perú (Iquitos, Pucallpa)― que la ayahuasca, en tanto práctica social, adquirió las formas rituales y los horizontes de sentido con que fue captada en el siglo XX por las etnografías de autores como Harner, Dobkin de Ríos, Luna o Chaumeil. Así, para Harner y Chaumeil, el chamanismo indígena de ayahuasca sería una tradición ancestral, conservada en los fondos de la selva a pesar de la colonización europea. A partir de ahí, se habría transmitido el conocimiento en torno a la bebida, y elaborado luego bajo la forma mestiza del vegetalismo investigado por Dobkin de Ríos, Luna y otros autores, en el elemento del incipiente tejido urbano y circulación urbano-rural en territorios de la antigua Maynas.
Gow (1994, p. 90) articuló sus argumentos explícitamente en contra de estas ideas que formaban el sentido común de su época, y que hoy día siguen floreciendo en la cultura popular, en la estela de la ideología new age, al alero de las políticas de la identidad, el ecologismo global y el turismo chamánico, como se puede comprobar al revisar, por ejemplo, los trabajos de Alenha Caicedo (2009). En círculos académicos especializados, al contrario, la propuesta de Gow no ha dejado de concitar interés, según se muestra en los textos de autores como Cristine Callicot (2020), Brabec de Mori (2011b) – quien propone utilizar la expresión «historia crítica del ayahuasca» – o Glenn Shepard (2014).
En este artículo se revisarán las hipótesis de Gow, y se considerarán los aportes de sus continuadores para
1 En la literatura se encuentra la transcripción del vocablo nativo tanto con j (yajé), como con g (yagé), y ambos son, en rigor, correctos. Yajé resulta más próximo al modo en como lo oí pronunciar durante mi trabajo de campo.
examinar, respecto del conjunto de argumentos sobre el ayahuasca así configurados, los datos disponibles sobre la cultura – o culto o complejo – del yajé, desarrollado en la Amazonía suroccidental de Colombia, y en zonas inmediatamente contiguas del Ecuador.
Para autores como Luna (1986), el chamanismo indígena y el vegetalismo o chamanismo mestizo son dos fenómenos diferentes, aunque, tal y como muestra en su libro dedicado al tema están estrechamente relacionados. En dicha publicación el autor declara que no abordará la comparación; sin embargo, durante todo el texto se dedica a mostrar las muchas similitudes que se evidencian, dejando instalada la idea de que no es posible diferenciar con claridad una cosa de la otra.
Al final, conforme a su estudio y opinión, Luna plantea como criterios diferenciadores principales que el vegetalismo o chamanismo mestizo de ayahuasca: 1) ocurre en el espacio de una circulación urbano-rural, 2) se despliega en el elemento de una cultura popular panamazónica, donde el catolicismo ocupa un lugar central, y 3) se da dentro de los límites del idioma español. Ahora bien, con respecto a este último punto, cabe hacer, junto con él, la observación (importante para los argumentos que presentaré a seguir) de que los cantos o ícaros de ayahuasca, fundamentales para la curación, son casi todos en idioma quechua, y que hay, aquí y allá, momentos de los ícaros en cocama, e incluso, en omagua.
El vegetalismo se puede definir entonces, en los propios términos de Luna (1986), como una ideología2 chamánica mestiza, de raigambre indígena.
La propuesta de Gow sitúa dicha ideología mestiza, en cambio, como la matriz de la que provienen también los chamanismos étnicos de ayahuasca, en su configuración contemporánea, precisamente aquellos descritos en etnografías como las de Harner o Chaumeil. Lo que propone Gow es una interpretación histórica regional de las lógicas simbólicas y sociológicas entrañadas en la práctica social de un chamanismo de ayahuasca que es, al mismo tiempo, indígena y mestizo, y cuyo origen se sitúa en la relación colonial, en los espacios de la misión católica y de las caucherías.
2 Por «ideología» aquí se debe entender, un sistema de ideas articuladas a un conjunto de prácticas.
Desde la óptica de Gow, entonces, el vegetalismo descrito por Luna y otros autores se presenta como caso particular, o variante o expresión local, de un chamanismo mestizo de ayahuasca regional que abarca, más allá de sus variaciones y expresiones locales, el conjunto de los chamanismos étnicos particulares, dentro del área, grosso modo, delimitada por la antigua provincia española y jesuita de Maynas. Con esta idea en mente, en el presente trabajo usaremos, alternativamente, los términos «chamanismo de ayahuasca» y «vegetalismo» como si fueran sinónimos.
El yajé que aquí estudiamos, por su parte, aparece exclusivamente en las etnografías sobre los pueblos indígenas de un área contigua, inmediatamente al norte de la antigua Maynas, en los que fueron territorios de la misión franciscana de Sucumbíos, llamados también, a veces, de Mocoa-Sucumbíos (figura 1). El culto del yajé posee ahí su propia constelación de especialistas, tales como Chaves (1958), Cipolletti y Payaguaje (2008), Langdon (2014) o Taussig (2021). Es con referencia a esta literatura que procuramos trazar aquí el esbozo de una comparación sistemática, enfatizando elementos en común, y diferencias que permitan distinguir al yajé de la ayahuasca como a dos variantes de una misma formación histórica, y de una misma práctica social.
Es importante notar, entonces, que solo trabajaremos con el chamanismo de ayahuasca y de yajé para estas dos provincias o regiones, limítrofes entre sí, y ambas fuertemente influenciadas por su proximidad con los Andes. No se abordarán las otras muchas formas y tradiciones que, incluso bajo los mismos nombres (yajé o ayahuasca) y otros más, denotan otros mundos sociales y culturales para el uso de una misma bebida. De esta forma, quedan por fuera del recorte, por ejemplo, el yajé de los tucano orientales, usado en las fiestas del Yuruparí, entre otros.
El término «culto» que se ha escogido para hacer referencia a las prácticas con yajé, fue tomado de la monografía de William Vickers (1976, p. 165) sobre los secoya del Ecuador, grupo tucano occidental estrechamente vinculado a los siona. El propósito de emplear el término “culto” es enfatizar la mezcla o integración que tradicionalmente ha existido entre religión católica y chamanismo, y que este mismo artículo coloca en un lugar central, desafiando así, de paso, nociones culturalistas modernas y posmodernas, que conciben la posibilidad de captar un ser social indígena prístino o ancestral, que no hubiera pasado ya, y de
manera irreversible, entre otras, por la experiencia de la evangelización católica, o al menos por los efectos del orden social cosmopolita que ésta desplegó en la selva.
Por otra parte, en Colombia ya se han descrito formas de culto en que se despliegan en años recientes vigorosas hibridaciones de pentecostalismo y cultura del yajé. Este fenónemo, que no ocurre en las tierras del vegetalismo peruano, donde no se han formado cultos de carácter religioso con base en el ayahuasca, fue observado, hacia la primera mitad del siglo XX en los confines del Brasil, ahí donde se encontraron productivamente siringueros nordestinos con indígenas del Acre, configurando iglesias mestizas de ayahuasca como el Santo Daime o la Uniao do Vegetal.
Para cerrar esta introducción, es preciso anotar que en los textos de los cuatro autores arriba mencionados, que hacen, para seguir la expresión de Brabec de Mori, historia crítica del ayahuasca, el yajé, si acaso aparece mencionado, lo es muy de pasada y de manera superficial. El mismo Gow (1994) explicitó en su texto: «Excluyo de mi análisis el sudeste de Colombia, el lugar del recuento de Taussig sobre el chamanismo de ayahuasca o yajé» (p. 93). En este trabajo se busca, pues, en un palabra, acometer la tarea de incluir el yajé (del Putumayo) en el ánalisis de Gow, apoyándose en los últimos treinta años de producción etnográfica y etnohistórica al respecto.
Desarrollo del trabajo
Ríos de historia
Según la hipótesis de Gow, el vegetalismo se desarrolló durante los últimos 300 años en medios urbanos y mestizos de la Provincia de Maynas, a través de dos experiencias fundamentales en la relación colonial: la misión católica y las caucherías. En primer lugar, vamos a razonar qué se puede entender por «urbano» y por
«mestizo».
El concepto mestizo asume el significado de ser todo indio cristiano (Gow, 1994, p. 106), es decir, pasado por una experiencia de refugio en la misión ante presiones catastróficas tales como guerras, cautiverios, trabajos forzados o epidemias. En el siglo XVI, pese a la temprana resistencia armada de los indígenas, su renuencia a fijar residencia en fundaciones españolas, y a la violencia ejercida para capturarlos cuando de éstas se fugaban, los colonos y los jesuitas tuvieron éxito en ponerlos a vivir en asentamientos que funcionaron como crisoles multiétnicos (Callicot, 2020; Cipolletti, 2017, p. 15).
En las selvas de Maynas, en los dos primeros siglos de conquista, naciones enteras colapsaron (los mainas, los jéberos, los omagua, los cocama, entre otros), y los sobrevivientes buscaron amparo en las misiones (Callicot, 2020, p. 88; Gow, 1994). En ellas, las identidades étnicas de estos refugiados se modificaron profundamente, refundiéndose en procesos de etnogénesis que proyectan su dinamismo hasta el presente. Al respecto véase, por ejemplo, el caso del resurgimiento o diferenciación de los záparo desde el interior de algunos grupos quichua (Callicot, 2020, p. 186).
El mestizo es, entonces, en el Maynas de Gow y de sus continuadores, el indio cristiano que luego será, a menudo también, el indio genérico y luego, más tarde, también el trabajador mestizo, el proletario de las caucherías.
El término urbano, por su parte, comporta en esta argumentación la noción de un nuevo tipo de experiencia comercial. Los colapsos y etnogénesis recién aludidos, ocurren en el elemento cosmopolita generado por los jesuitas que, en efecto, consiguen intervenir, dominar y extender el comercio de ciertos productos clave, como el curare, la sal y el tabaco, llegando a conectar, mediante la circulación de estos productos, etnias hasta entonces muy distantes y entre sí desconocidas (Callicot, 2020, p. 106-110; Cipolletti, 2017, p. 48). La Compañía de Jesús introdujo nuevas técnicas productivas, creando nuevas necesidades y formas de intercambio, empleando estos bienes ―sal, tabaco, curare ― como medios generales de pago e intercambio en vastas zonas geográficas (Cipolletti, 2017, p. 25-45). Notemos además que se trata de ítems revestidos de un alto valor para el oficio chamánico.
La sal, por ejemplo, codifica la experiencia histórica en el mundo del yajé, diferenciando a los indios cristianos de los aucas (también llamados paganos), pertenecientes a las tribus de los fondos de la selva, y que no usan dicho producto, asociado explícitamente al bautismo. Don Manuel, un taita yagecero kamentzá del valle de Sibundoy, a fines del siglo XX, lo expresa así:
desde que nos bautizaron como cristianos, la sal del bautizo nos quitó sus poderes [los poderes de los aucas] […] Ahora solo podemos usar la fuerza espiritual del tigre, de la danta, pero es que antes nosotros podíamos convertirnos en animales. Eso era parte del secreto del yajé (Urrea & Zapata, 1995, p. 39).
El comercio de estos bienes, intervenidos, diseminados y controlados por los jesuitas y que circulaban a través de una red de asentamientos por ellos definidos, abrió un nuevo tipo de experiencia para los indígenas, que se puede calificar como urbana y cosmopolita. En este punto seguimos las ideas del filósofo español Gustavo Bueno (1971), donde la condición y experiencia de lo urbano se derivan de relaciones de intercambio entre asentamientos diferentes, de alguna manera previas a las ciudades mismas, señalando la imposibilidad de pensar la ciudad como un elemento aislado, y la necesidad de pensarla, en cambio, como concreción particularizada y no exclusiva de una red de relaciones.
Las fundaciones españolas en la Provincia de Maynas, tales como Borja (fundada en 1619), Moyobamba (en 1538), Lamas (en 1656) o Yurimaguas (en 1709) y su rápido desarrollo dan cuenta del avance temprano y sistemático de los frentes de penetración en las selvas del Perú. En estos asentamientos, estables en sus mismas ubicaciones hasta el presente, se encuentran desde el inicio, como agentes principales, además de misioneros, a civiles y militares españoles. Otro rasgo compartido es la ya mencionada formación de barrios multiétnicos, donde se da esa función de crisoles étnicos que señala Cipolletti (2017, p. 15).
Maynas fue asiento de 71 encomiendas, instituciones de trabajo forzado llevadas a cabo al margen de la estructura de las misiones. En general las encomiendas resultaban en formas de trabajo esclavo, y servían como medios legales de apropiación territorial para los encomenderos. Sobre la suerte de los indígenas encomendados Taylor (1999) es taxativa: «según los informes de la época, sólo uno de diez cautivos permanecía después de un año [en la encomienda]; el resto huía o moría de enfermedades epidémicas, malos tratos y desesperación» (p. 215).
Aquí tenemos, entonces, un cuadro colonial configurado por una relación de competencia entre encomenderos civiles y jesuitas. Estos comenzaron a llegar desde Quito a partir de 1638 para hacerse cargo de la evangelización de los indígenas, llegando a un terreno de relaciones ya dañado por la pasividad de las órdenes religiosas anteriores, respecto de los malos tratos propinados por los encomenderos. Hay evidencias de que la Compañía aprovechó la situación para quedar bien ante los nativos, acordando con las autoridades civiles la posibilidad de aparecer como protectores ante los castigos decretados por éstas. La vida en la misión era el
mal menor respecto de la esclavitud, que si fue primero una presión ejercida por los encomenderos españoles que bajaban de los Andes, lo sería luego también desde el este, cuando hacia el siglo XVIII se adentraron cada vez más aguas arriba por el río Marañón los esclavistas portugueses del Pará, con sus «tropas de resgate».
Al norte de Maynas se extendían los territorios de misión de Sucumbíos, administrados durante un breve periodo desde Quito, y luego desde Popayán por los franciscanos (Cipolletti, 2017, p. 155). El límite entre ambas jurisdicciones misioneras era el río Putumayo, donde antes del arribo de los franciscanos, en todo caso, trabajaron brevemente los jesuitas. La más conocida de las misiones de estos últimos fue la del padre Ferrer entre los cofanes, en la primera década del siglo XVII.
El Putumayo y sus interfluvios, hacia el norte hasta el Caquetá y hacia el sur, hasta los afluentes del río Napo, estaban densamente poblados por grupos tucano occidentales, y también, entre el Putumayo y el Napo, por comunidades quichua (figura 2). Según Taylor (1999) franciscanos y jesuitas compitieron por ciertos territorios por la vía de los hechos sobre el terreno, y también ante los tribunales de justicia, y en lugares como los ríos Putumayo y Napo hubo, en épocas diferentes, ambos tipos de misiones. En general, las jesuitas consiguieron asentarse y prosperar, mientras que las franciscanas presentaron resultados hartos más modestos.
Los jesuitas, también, durante una época de su trabajo, implementaron en Maynas los rescates forzados: expediciones armadas para reducir grupos de indígenas que buscaban una vida independiente en los fondos de la selva. Así, entre enconmenderos, militares, dominio e intervención profunda de redes comerciales, e instalación duradera de barrios multiétnicos, las misiones de la Compañía y las ciudades españolas, adquirieron un carácter y unos resultados diferentes de los obtenidos por los franciscanos, quienes se enfrentaron mayormente solos, y con otras ideas, a la inmensidad de sus respectivos desafíos.
A lo largo del río Napo y a partir del 1700, los jesuitas, que venían creando puestos de misión desde 1638, fundaron una serie de lugares conocidos como “nuevas misiones”, en las que «a los jesuitas les costaba un esfuerzo enorme que los grupos locales tucano aceptaran vivir a orillas del Napo, de donde huían a menudo hacia el interior, hacia sus asentamientos en las cercanías de pequeños cursos fluviales» (Cipolletti, 2017, p. 18).
De entre las naciones que conquistadores y jesuitas dominaron, los jéberos, los omagua, los quichua y los cocama fueron reclutados como auxiliares o ayudantes, y actuaron como intermediarios entre los europeos y otros grupos indígenas más remotos, o refractarios al contacto. Estos grupos mediadores aquí mencionados figuran, al mismo tiempo, como poseedores de altos conocimientos en la historia, concebida durante el siglo XX, de las redes chamánicas regionales (Callicot, 2020, p. 106; Chaumeil, 1988, p. 6).
En este punto se recordará lo ya indicado en la introducción de este trabajo: Luna (1986), en su estudio clásico sobre el vegetalismo, señala que, según algunos de sus principales informantes, los espíritus, al ser consultados en español por los curanderos, responden en la lengua de los omagua o de los cocama (p. 64). Además, los cantos o ícaros que la ayahuasca ―en tanto entidad espiritual vegetal― enseña a sus aprendices humanos vienen en idioma quichua, y algunos otros también en cocama u omagua (p. 94), dos lenguas hacía tiempo extintas en el momento de estas declaraciones. Los jébero (jibaroanos), por su parte, aunque no figuran en la enumeración ofrecida por Luna, ocuparon un lugar importante como maestros del chamanismo de ayahuasca para otros grupos jíbaro (Callicot, 2020).
Lo que todos estos grupos indígenas mencionados tienen en común es haber sido engullidos por la dinámica de etnocidio y etnogénesis antes de 1670 (los mainas, los jéberos, los cocama y, algo después, los omagua), vía todas las presiones mencionadas y a través de las reducciones y los crisoles multiétnicos. También comparten el hecho de haber ocupado destacados lugares como auxiliares de los comerciantes y de los sacerdotes en Maynas y, por lo tanto, se caracterizan por haber sido protagonistas de la mediación entre periferia urbana (de la ciudad, de la misión) y la selva y sus habitantes, conciliación que está en el meollo del chamanismo de ayahuasca que describe Peter Gow.
De estas naciones de la Provincia de Maynas que experimentaron tempranamente la reducción, solamente grupos quichua subsisten hasta el presente como identidades étnicas separadas y activas. Callicot (2020) presenta una historia de los quichua de Lamas, en el actual Departamento de San Martín, en el Perú, en su papel de auxiliares estratégicos de los españoles, y al mismo tiempo los destaca como agentes cruciales en la difusión del chamanismo de ayahuasca en toda la región de Maynas. Por otra parte, hacia el norte, en los
territorios de la misión de Sucumbíos, estos papeles de colaboradores de los españoles fueron ocupados por ciertos grupos tucano occidentales como los siona del Putumayo, que se mantienen, igual que los quichua, como una identidad étnica activamente diferenciada hasta el presente.
Tanto los grupos quichua como los tucano occidentales comparten la suerte de haber habitado y circulado entre los dos territorios de misión, en la zona de frontera jesuita y franciscana, participando aquí y allá como indios auxiliares. Asimismo, figuraron, igual que los pueblos extintos mencionados (jébero, cocama, omagua), como intermediarios destacados en la historia de las redes de conocimiento y de poder chamánico. Es, por ejemplo, el caso de los quijo ―quichuas― y los siona del Putumayo (Chaumeil, 1988).
Sin embargo, a diferencia de los quichua, los tucano occidentales no se sometieron a la vida urbana y mestiza en los barrios multiétnicos de misiones y ciudades. Este grupo se mantuvo, hasta entrado el siglo XX, políticamente independiente, haciendo la guerra y cambiando de asentamientos con periodicidad, en dinámicas de fisiones y traslados relacionadas con las muertes de sus curacas yajeceros (jefes chamanes) y otros factores.
Algunos autores han notado que, en las zonas de misión aquí diferenciadas, Maynas y Sucumbíos, el quichua y el mai cocá (denominación contemporánea nativa de la lengua de los siona), respectivamente, fueron escogidos como lingua franca por los misioneros para llevar a cabo la evangelización entre comunidades de otras lenguas (Callicot, 2020; Langdon, 2014; Taylor, 1999). Estos datos enfatizan la importancia de ambos conjuntos indígenas en la mediación entre colonizadores y otros grupos étnicos. El quichua, por una parte, destaca como el idioma de la mayoría de los ícaros de ayahuasca; por otra parte, el mai cocá o una derivación del mismo, el juinjá coca (véase Langdon, 2014), es la lengua principal de los cantos del yajé.
En cuanto a la actividad misionera propiamente tal,, en Mocoa-Sucumbíos se ofrece un panorama diferente al de Maynas: por las riberas del río Putumayo, hacia las tierras bajas, las misiones franciscanas fueron más esporádicas y
3 La conflictividad en los barrios periféricos de Lamas se expresa de manera periódica hasta bien entrado el siglo XX, a través de ciclos de la violencia física y agresión chamánica, especialmente en las
En Putumayo se dieron, entonces, misiones efímeras y monoétnicas. Incluso aquellos casos en los que se presentó una convivencia a inicios del siglo XX a instancias de las misiones capuchinas entre ingas y kamzáes (en el valle de Sibundoy), o sionas y cofanes (en San Diego), se caracterizaron por una apariencia de orden y afinidad. Así, en diferentes puestos de misión de las tierras bajas, como San Diego o San José, en los afluentes del río Putumayo (Chaves, 1958; Langdon y Mongua, 2020), los indígenas mantuvieron sus identidades étnicas diferenciadas y no ocurrió aquella «función de crisol» y de etnogénesis de los asentamientos de Maynas.
Los jesuitas investían y delegaban en ciertos indígenas escogidos cuotas de autoridad administrativa y espiritual, y estos ejercían sus funciones en ausencia de los misioneros. Otro tanto ocurría en los dominios franciscanos, y es posible que en el estudio de estas relaciones y de sus modalidades ―aquí no abordado― se puedan encontrar claves útiles para interpretar, a partir de la relación colonial, las diferencias entre las ideologías del yajé y el ayahuasca que serán destacadas en este texto.
Como ya se dijo, en Maynas los jesuitas contaron desde el inicio con apoyo civil y militar español, y los franciscanos no. Quizá por ello, y de acuerdo con Taylor (1999), en Mocoa-Sucumbíos los franciscanos recurrieron a estrategias de contacto y evangelización más respetuosas de las figuras de autoridad y de las formas de sociabilidad nativas, donde incluso «la presencia de los Franciscanos condujo a un aumento considerable en el poder de las autoridades indígenas tradicionales, hayan sido jefes guerreros (…) o líderes sacerdotales» (p. 227).
principales fiestas anuales, y de acuerdo a un patrón de diferencias étnicas (Callicot, 2020).
En el caso de los jesuitas, se trataba de una «utopía conventual» (Taylor, 1999, p. 229), caracterizada por un desmantelamiento de las estructuras sociopolíticas nativas, acompañado de la conservación compensatoria de ciertas expresiones culturales seleccionadas, fomentadas e intervenidas por los sacerdotes, en el ejercicio de unas políticas culturales de la identidad que resultan curiosamente contemporáneas. Los soldados de Cristo ensayaron una separación de las demás instituciones españolas ―de las encomiendas, en primer lugar― con las que rivalizaban y de las que a su vez se servían para lograr el control de los nativos. Los padres de la compañía buscaron establecer una «república indígena» separada de los colonos europeos, y en el aspecto económico, más allá de la autonomía local, que también procuraron poner en práctica los franciscanos, enfatizaron la creación de redes comerciales regionales, cuyos bienes estratégicos (curare, tabaco, sal y fraguas para reparar objetos metálicos) tendían a quedar bajo su control directo (Taylor, 1999, p. 227-229).
Por su parte, los franciscanos fueron decididamente integracionistas. Su objetivo era convertir y «civilizar a los nativos» para disolverlos luego en una nacionalidad mayor. Observan algunos estudiosos la paradoja de que los resultados obtenidos por cada orden fueron precisamente aquellos perseguidos por la otra.
Por último, para afirmar el contraste, es preciso observar que en las tierras bajas, donde los nativos elaboraron el culto del yajé, los conquistadores españoles fundaron apenas dos ciudades en cuatro siglos: Écija, de localización imprecisa, ligada a un efímero auge aurífero y que existió entre 1558 y 1632; y Mocoa, conformada en 1563 y que se mantiene hasta el presente, pero habiendo sido varias veces abandonada, destruida y refundada en diferentes localizaciones. En este territorio las encomiendas fueron más escasas, transitorias y a menudo meramente nominales, comparadas con las de Maynas.
En ambas provincias, entonces, se encuentran indios cristianos, auxiliares e intermediarios en la evangelización y en el comercio, pero no se trata exactamente del mismo tipo de individuos. Mientras que en Maynas dicho apelativo implicó el sometimiento político de los nativos, en Sucumbíos no. En este último caso, los indios cristianos (de los que en especial interesan los tucano occidentales) tuvieron posibilidades de mantener una vida libre y guerrera hasta principios del siglo XX, como lo muestran las memorias de sus movimientos grupales a través del
territorio, sus guerras contra otros grupos étnicos, y el cultivo hasta el presente de una aguzada conciencia épica (Musalem, 2022).
Figura 1.
Amazonía noroccidental y sus territorios de misión. Mapa conceptual y aproximado que muestra las zonas de actividad de los jesuitas en Maynas y de los franciscanos en Sucumbíos.
Fuente: elaboración propia, dibujados por Carolina Camblor Muñoz.
En las caucherías
Antiguas ciudades españolas ―y luego peruanas― como Yurimaguas o Tarapoto fueron clave en los inicios de la industria cauchera, hacia 1881. Desde ellas la Casa Arana organizó sus patronazgos, endeudes y habilitaciones, y proyectó la explotación selva abajo, hacia el este, hasta la ciudad de Iquitos, donde en 1889 instaló sus oficinas principales. A partir de esa zona extendió luego su influencia río arriba, por la cuenca del Putumayo, depredando a «las gentes del centro» (muruyes, huitotos, muinanes, etc.) que fue encontrando a su paso hasta transgredir la imprecisa frontera nacional colombiana. En ese punto se dio origen a fricciones binacionales que culminaron en la guerra de 1932 entre ambos países.
Sin embargo, la Casa Arana no extendió su dominio aguas arriba del Putumayo lo suficiente como para someter a los tucano occidentales, que se mantuvieron mayoritariamente libres de la experiencia del endeude y de la habilitación. Los caucheros colombianos no llegaron
a practicar de forma masiva y sistemática esas formas de trabajo forzado que se irradiaron desde lugares como Iquitos o Tarapoto. En la zona del yajé, la Casa Reyes, colombiana, estableció políticas comparativamente amistosas de trabajo indígena (Gómez, 2006; Reyes, 1986). Por sobrevivientes que huían y a través de grupos que eran raptados en expediciones esclavistas río arriba, los tucano occidentales conocen de primera mano los relatos sobre el holocausto cauchero, pero no lo sufrieron en carne propia (Langdon, 2014).
Por el río Putumayo, y hasta la zona de la frontera colombo-peruana, el Estado colombiano emprendió además, a través de misioneros franciscanos, una labor explícita de protección de los indios (Kuan, 2013; Mongua, 2020). En la guerra contra el Perú de 1932 se produjo a su vez una identificación nacionalista de los indígenas colombianos, que participaron en el conflicto colaborando con el ejército de su país.
Las caucherías colombianas contrastan, entonces, con las peruanas, por sus alcances y por sus métodos, y en ambos países la industria se reviste de un carácter nacional. Los respectivos ejércitos desempeñaron unos papeles, por así decir, invertidos. Incluso, los soldados peruanos aplastaron revueltas de indios muruyes, levantados en armas contra la Casa Arana, del lado colombiano (Pineda, 1989), en una ambigua zona de frontera donde las líneas claras solo aparecerieron después de la guerra.
Se puede establecer, entonces, aquí también, un contraste análogo al de la sección anterior: en la cuna del vegetalismo ayahuasquero se advierte mucho más una historia de sometimientos y de trabajos forzados, desde las encomiendas hasta los tiempos de la Casa Arana. En cambio, en la zona del culto del yajé no se desplegaron experiencias como el cosmopolitismo jesuita, la función de crisol multiétnica, y luego las del endeude o habilitación, y si lo hicieron, fue solo de un modo más indirecto, tenue o tardío. A continuación, se examinará cómo estas diferencias históricas podrían estar expresándose en las ideologías y los horizontes de sentido del chamanismo de ayahuasca y del culto del yajé.
Yagé y ayahuasca: ideologías y horizontes de sentido Considérese, nuevamente, la hipótesis de Gow: en Maynas, la configuración espacial de las fundaciones españolas (ciudades y misiones) se presentan formando tres círculos concéntricos. De adentro hacia afuera, sucesivamente, se tiene: un primer espacio central
ocupado por los blancos, la Iglesia y, más tarde, el banco y la oficina cauchera de habilitación; luego, una zona intermedia, habitada por los indios cristianos o mestizos de la periferia urbana; finalmente, un área virtualmente infinita y exterior, donde se ubicaban los seres y las cosas de los fondos de la selva, y donde residían los indios paganos, también llamados, tanto en Maynas como Sucumbíos, aucas, o enemigos.
En su texto, Gow (1994) nota que la Iglesia, situada al centro, realizaba la salvación del alma pero no del cuerpo: fracasaba reiteradamente en la tarea, impotente ante las epidemias. La oficina de habilitación cauchera, a su vez, realizaba la magia del capital: establecía la conexión con el mercado internacional que permitía convertir, de acuerdo a un capricho inexplicable, los recursos infinitos de la naturaleza en riquezas constantes y sonantes.
Así las cosas, los seres y los elementos que había en los montes y en los fondos de la selva (del caucho en el siglo XIX a las pieles y maderas en el siglo XX) eran, por sí mismos, indiferentes (Gow, 1994, p. 102); solo el capital podía imprimirles sentido y movimiento en ese orden del mundo, que era el de los mestizos. Tanto la salvación del espíritu como la formación de riquezas en capital eran atributos o funciones de hombres blancos, de las que indios y mestizos no participaban o, si lo hacían, era en calidad de ayudantes, y en virtud de sus posiciones como intermediarios entre el círculo del centro y el exterior. El vegetalismo o chamanismo mestizo de ayahuasca como formación ideológica, entonces, y siempre conforme a Gow, refleja y complementa estas relaciones de poder, que operaban sobre todo en un plano horizontal, en la mediación entre la plaza central y el exterior llevada a cabo por indios cristianos, genéricos o mestizos.
El chamanismo mestizo de ayahuasca, continúa Gow (y es necesario ver todo esto en detalle para arribar a las conclusiones que se presentarán después), está concebido, desde su raíz, como una forma de curación del cuerpo, como una medicina secular, tarea en que los misioneros, epidemias mediante, fallaban. Por lo demás, la salvación del alma en esta ideología o no es posible o no interesa, y el poder del ayahuasquero se despliega en un plano social horizontal como el descrito antes: del centro urbano a los fondos de la selva. A su arte de curar no incumbe el recorrido vertical por el plano que une el cielo y el infierno, y al que solo tiene acceso el misionero. Por su parte, el hombre blanco, según observa Gow (1994, p. 97), no desempeña ningún papel de importancia en el imaginario chamánico de la ayahuasca y los
protagonistas de la representación efectuada son, por un lado, el indio cristiano o mestizo y, por el otro, el auca infiel.
Así como los recursos de la naturaleza ―las resinas, las pieles, las maderas― se convirtieron en riquezas gracias a la magia caprichosa e incomprensible del capital, de la misma manera los espíritus de los fondos de la selva podrán producir, de modo antojadizo, y al azar, o bien al servicio temporal de algún brujo, males y enfermedades. Debidamente domesticadas, atraídas y amansadas (término español nativo en el que Gow hará hincapié) por el ayahuasquero, estas entidades podrán ser inducidas a curar a quien antes han enfermado (Gow, 1994, p. 95-97). Estas ideas, prevalentes en toda la región, también están presentes entre los cultores del yajé: los yageceros tucano occidentales, siona o secoya, por ejemplo, podrán llamar y utilizar a los espíritus watí ―que habitan en multitud de variedades el monte selva adentro, causando enfermedades al azar― para realizar sus curaciones y también sus maleficios (Cipolletti y Payaguaje, 2008; Langdon, 2014).
Es preciso reconocer que las analogías son muchas y que las trazan varios autores. Por ejemplo, el mismo Luna (1986) establece estas semejanzas entre el chamanismo mestizo y el indígena de ayahuasca para toda la región, destacando varios elementos, como la sustancia del poder, que es el mariri de los vegetalistas, el tsentsak de los shuar o el dau o rau (y aquí toma un ejemplo del área del yajé) de los siona y secoya, etc. También menciona el carácter y la naturaleza de los espíritus auxiliares, o las especialidades chamánicas reconocidas (que también enlista Chaumeil, 1988), de dardos, por ejemplo, o de dominios y recorridos subacuáticos, entre otros. Se constata, en efecto, la presencia de una ideología macrorregional, propia del noroccidente amazónico.
Ahora bien, vale la pena anotar que el centro del chamanismo indígena con psicotrópicos, antes del mestizaje, habría girado en torno a otras sustancias, como el toé, y los usos de la ayahuasca, ciertamente conocidos, habrían tenido que ver más con la guerra, la cacería y ritos colectivos de paso e iniciación (Calavia, 2014) que con las formas de curación que se encuentran en el chamanismo de ayahuasca y que captan las etnografías en el siglo XX. En este sentido, resulta muy instructivo lo que relata Shepard (2015) respecto del uso tradicional de la ayahuasca entre los matsigenka del río Manu, en Madre de Dios, Perú, en una zona al sur y por fuera de las aquí consideradas (figura 2). En dicha región existe un ejemplo
claro de un uso antiguo y mantenido al margen de la influencia del mestizaje al que Gow le atribuye el origen tanto del culto del yajé como del chamanismo de ayahuasca, pero con algunas diferencias importantes por considerar.
En el mundo del yajé, tal como lo muestra Taussig (2021), en cambio, la representación del poder ocurre como el trabajo de unos indios cristianos que, más que amansar a los seres de los fondos de la selva, los convocan a una situación de ambigüedad. En este caso, el lado pagano y salvaje se insinúa a los presentes como precariamente aplacado (el yajecero podría convertirse en cualquier momento en tigre, o en boa, etc.; dejarse arrastrar o ser poseído por eso que Cipolletti llamó la fascinación del mal).
Nótese que mediante un ligero descentramiento del discurso es posible captar los espíritus de los fondos de la selva que, tanto en Maynas como en Sucumbíos, son los agentes de la enfermedad y de la curación. En este mismo sentido son considerados los aucas, llamados también, y según las zonas, paganos, salvajes, infieles, invisibles, enemigos, no civilizados: indígenas de vida libre, que no han sido reducidos ni bautizados, lo que en vastas regiones implica también que no conocen o no usan la sal.
En las teorías de la enfermedad y de la curación, estos seres humanos y no humanos de los montes y los fondos selváticos ocupan, como ya se dijo, unos papeles principales. Esta centralidad se manifiesta, para Gow (1994), en el hecho de que los ayahuasqueros mestizos se refieran a los indios de la selva como fuentes de poder: no porque los entrenamientos chamánicos se ordenen de ese modo (de hecho, ocurre lo contrario, pues el poder proviene de las ciudades, o de los habitantes de las orillas, río abajo, como lo han mencionado tantos autores y ha sido más recientemente demostrado por Brabec de Mori para Ucayali), sino más bien porque dichos individuos encarnan o representan esas riquezas infinitas que los ayahuasqueros, mediadores entre la selva y la ciudad, saben cómo atraer, amansar y emplear.
Taussig (2021) también capta por su parte el protagonismo de dichos seres. Según las observaciones de este autor, los yajeceros obtienen de su trato ambiguo con los aucas o invisibles un poder capaz de atemorizar y de curar a los colonos mestizos y a los blancos que los consultan y que temen, prisioneros de sus propias fantasías coloniales, las realidades salvajes de los fondos de la selva.
Sin embargo, la diferencia más notoria, y en la que ahora vale la pena detenerse, es que en el culto del yajé se despliega un plano vertical que conecta el cielo y el infierno. En esa medida, el yajecero puede ―o es llamado a― recorrer dicho espacio interactuando con Dios y con el Diablo, realizando aquello que, conforme a Gow, el ayahuasquero no es capaz de proveer: la salvación del alma.
Un recorrido vertical
Es momento de abordar entonces la diferencia principal ya apuntada entre chamanismo de ayahuasca y culto del yajé: la facultad distintiva de los yageceros ―y que resulta especialmente notoria entre algunos grupos tucano occidentales, como los siona del Putumayo, por su grado de elaboración y profundidad histórica― de recorrer el plano vertical que conecta el cielo y el infierno.
«Apropiación», «alegoría» o «mímesis» son algunos de los términos con que se ha querido describir la puesta en escena, registrada desde fines del siglo XIX por cronistas y por etnólogos, de los sacramentos católicos por parte de los taitas yageceros. Hacia 1890 es posible encontrarlos en los afluentes del Putumayo, en los ríos Mecayá y Senseyá, zona de indios macaguajes, celebrando de modo autónomo bautizos y matrimonios (Gómez, 2006). Notablemente, Lopes de Carvalho (2016) apunta que en las misiones de Maynas, que incluyen fundaciones sobre el río Napo, y algunas anteriores, como las del padre Ferrer, a principios del siglo XVII (1602) en los ríos de Sucumbíos, los jesuitas nombraban anualmente «fiscales de la doctrina cristiana» entre los indios, y estos quedaban a cargo de impartir los sacramentos del bautismo, la confesión y el matrimonio durante las largas ausencias de los sacerdotes.
El etnógrafo y misionero capuchino Plácido de Calella describe así las actividades de los yageceros siona durante las sesiones de culto:
El curaca, en esas reuniones, sube al cielo, pide licencia para entrar; le dan un vestido nuevo muy bonito y lo introducen en la presencia de Diosü [Dios]; pero no puede acercarse mucho a él; le habla a cierta distancia. Y Diosü le manifiesta su voluntad, sus deseos, lo que debe decir a la gente. También hace visitas al infierno. Supaí, el uattí o diablo principal, le hace ver todo. Se necesita ser muy buen curaca o tomador para poder penetrar hasta lo más profundo del infierno, porque se expone a que no sepa salir de allí y se quede […] El curaca a veces hace como Padre cuando celebra misa: imita las genuflexiones y hasta las palabras. Llega un momento en que desaparece: se va al cielo. La
gente ya no lo ve, pero lo oyen como hablando en el aire. Está en comunicación con Diosü. Después regresa y cuenta lo que ha visto y oído. Habla del cielo diciendo que nadie puede figurarse cuán bello es; sobre todo el trono o silleta de Diosü, toda de oro (De Calella, 1940, p. 747).
Milcíades Chaves, etnógrafo colombiano, entrevistó hacia 1945 al taita yajecero Arsenio Yaiguaje, último curaca de la aldea de Buenavista. Este le refirió haber estado, la noche de su iniciación, con la gente yajé y con Dios, y que le habían mostrado en las visiones «una iglesia grande y linda, y en ella entré para ver la ceremonia de cómo se debe manejar la gente» (Chaves, 1958, p. 132).
A esta serie se debe agregar que, hacia 2014, durante un trabajo de campo del autor del presente artículo entre estos mismos siona, los indígenas compartieron relatos actuales sobre visitas de los yajeceros a la casa de Dios y de disputas con el Diablo por el destino del alma de algún enfermo grave. Un testimonio de este último caso fue proporcionado por su protagonista: una adulta siona que había acudido donde sus distantes parientes de la etnia cofán para hacerse curar de un inexplicable estado consuntivo. A la noche, durante la toma de remedio (o ceremonia del yajé), a uno de los yageceros cofanes el alma de ella se le apareció en una visión (o pinta) como un loro adentro de una jaula sotenida por el diablo, que el yajecero no consiguió, pese a sus esfuerzos, alcanzar. Debieron beber yajé de nuevo a la noche siguiente para continuar disputándole la lora al Diablo, a la que finalmente consiguieron liberar. En medio de la tarea se les apareció el rostro de un yagecero siona vecino de la enferma, que la había atacado por envidia ante el éxito de su marido, que también era yagecero, en atraerse clientes. Luego de esta curación, la mujer, que narraba los hechos casi una década después de haber sucedido, recuperó la salud.
En casos como este se encuentran unidas las funciones de salvación del alma y de cura del cuerpo. Se trata de dos propósitos que, como ya se dijio, aparecen separados en el chamanismo de ayahuasca y tampoco están presentes en los chamanismos étnicos específicos como el de los shuar de Harner, el delos yagua de Chaumeil, el de los shipibo de Brabec de Mori, etcétera.
En la ciudad de Sibundoy, en las cabeceras del Putumayo, ya sobre los Andes ―en el extremo occidental del complejo tradicional del yajé―, un taita kamzá describió los exorcismos que había realizado en una de las casas de la ciudad a petición de su dueña, cansada de las
manifestaciones paranormales que ocurrían en ella: la vivienda estaba poseída. El taita acudió una noche con su ayudante a beber yajé a la casa en presencia de la familia, que no tomó la bebida. Todos vieron, sin embargo, a la tercera copa, salir de debajo de las tablas y de la tierra en los maceteros de las plantas de interior pequeñas figuras humanas animadas, muñequitos que habían sido plantados ahí con intenciones malevolentes.
La noche de trabajo se presentaba especialmente difícil, y los vecinos comentarían luego durante varios días los estruendos y luces que se habían manifestado desde el interior de esa casa a lo largo de la noche. Para poder ver al fin que era el Diablo en persona quien estaba en posesión del lugar y luego expulsarlo efectivamente, fue necesario beber hasta el alba siete copas grandes llenas de yajé. El taita detalló este caso con orgullo en su amplia vivienda, habilitada como consultorio médico, en cuyas paredes colgaban varias fotografías enmarcadas donde aparecía en la selva, junto a sus maestros de las tierras bajas ―sionas y cofanes― durante sus años de aprendizaje.
Precisamente, fue desde Sibundoy que los franciscanos (misioneros capuchinos catalanes) organizaron el último y más exitoso ciclo de misiones, a partir de 1896. Este se tradujo, entre otras cosas, en la apertura de caminos terrestres hacia las tierras bajas y en la fundación, hacia 1912, de la ciudad de Puerto Asís
Décadas más tarde, la apertura de carreteras en torno a la industria petrolera y el conflicto armado colombiano en la Sierra acabarían por tornar definitivo, hacia mediados del siglo XX, el proyecto franciscano de asimilación y de civilización. Recién hacia 1960 ocurrió para los siona del Putumayo el fin de la vida nómada, y es precisamente en esta época que desapareció el oficio de cacique-curaca, un tipo de liderazgo que agregaba en una sola persona al chamán principal y al jefe político local (Langdon, 2014).
En las narrativas tucano recopiladas, traducidas y estudiadas por Langdon desde hace medio siglo, así como en los discursos nativos conocidos de primera mano en 2014, las menciones a los misioneros y a los seres del panteón católico, como Dios, la Virgen o el Diablo, son frecuentes e integran un imaginario ubicuo que permea los sueños y las visiones de yajé (Langdon, 1999). La figura de los misioneros es prominente, y deja traslucir una relación densa, antigua y compleja. Se distinguen, por ejemplo, claramente, sacerdotes buenos y malos, y estos
últimos son a menudo castigados mediante la muerte por brujería, o por violencia física directa.
Un caso que ilustra lo anterior es el de un misionero que enloqueció, y, afiebrado, se ahogó en el río luego de haber sido embrujado por varios taitas yageceros durante la misa del domingo, a la que habían asistido en primera fila y con sus coronas de plumas puestas, en venganza por la mala costumbre del sacerdote de insistir en encerrarse a solas con las jóvenes más bonitas para enseñarles la Biblia. Esta historia, contada al autor por el taita Juan Yaiguaje, de Mocoa, se sitúa, como la mayoría de ellas, en
«el tiempo de los abuelos».
Asimismo, entre las imágenes de cosmografía siona que Taussig (2021) tomó de Langdon, se encuentran representaciones de los cielos visitados por el curaca durante sus viajes extáticos y de iniciación. De este modo se encuentran lugares como la Casa de Dios (De Calella, 1940; Chaves, 1958; Langdon, 2014) y visiones de la Virgen María, que amamanta al yajecero cuando vuelve a nacer tras atravesar la muerte durante una experiencia iniciática con yajé.
Contrastando estos y otros relatos, Taussig (2021) llega a proponer una hermenéutica de las pintas, donde el imaginario del colono y el del mestizo se distinguen de aquel del indígena, reflejando cada uno series de imágenes que responden a experiencias históricas diferentes y que solo llegan a comunicarse parcialmente entre sí. Los colonos y los mestizos, es decir, los clientes de los yageceros indígenas en el piedemonte, encuentran en sus visiones los infiernos caníbales que la colonización ha proyectado sobre los fondos de la selva, y que ha concretado a través de experiencias extremas como el holocausto cauchero. Los yageceros, por su parte, ven a Dios, se dejan amanantar por la Virgen, reciben bastones de mando en el cielo, y participan incluso del ejército colombiano (Taussig, 2021), al que han visto desempeñarse en la guerra contra los peruanos, y a través de cuyas armas realizan sus operaciones en el lado espiritual de la realidad. De esta sobreposición en principio irreconciliable, de la que, con todo, el maestro yagecero es consciente y sobre la cual consigue equilibrarse y operar, Taussig deduce la necesidad de impugnar los conceptos académicos de chamanismo y de ritual, debate tangencial a este trabajo y que no se abordará por ahora.
Es, pues, otra diferencia importante: los indígenas en el Putumayo, y sobre todo los de la parte baja del
piedemonte, los tucano occidentales, afirman ser o al menos haber sido «los dueños del yajé», o bien lo son sus vecinos, conocidos inmediatos, porque conservaron un conocimiento que antes era compartido, como afirman por ejemplo algunos siona hoy respecto de los cofanes: el poder circula y es manejado entre ellos, y aunque hay viajes para tomar conocimientos de otras partes, lo principal viene de su propia fuente, de su herencia. Una conciencia similar ha sido notada entre los secoya, por ejemplo, por Cipolletti y Payaguaje (2008).
Es importante mencionar aquí que en el culto o complejo del yajé entran varios pueblos como los ya mencionados siona, secoya, coreguaje, cofán y kamzá, así como los inga y otros, que por haber migrado durante el siglo XX, se han venido integrando a tal ensamble. De los clásicos recién mencionados, los tres primeros son tucano occidentales; los dos siguientes, chibchas, y el último, quichua (Langdon, 1981). En el estudio de este complejo, llevado a cabo sobre todo por Langdon y Taussig, se ha establecido que el poder y el conocimiento es transmitido desde los grupos de tierras bajas a los de tierras altas (inga y kamzá).
Lamentablemente, nunca se ha realizado una musicología de la cultura del yajé hasta la fecha, pero luego de haber vivido en la zona y haber participado varias veces en ceremonias guiadas por maestros de todas estas etnias, y de haber leído todo el material disponible, queda la impresión de que la matriz de los cantos del yajé es alguna lengua tucano occidental, con elementos cofanes, de un modo similar a como los ícaros de ayahuasca vienen de la lengua quichua.
En un mapa publicado por Chaumeil (1988) donde varias etnias aparecen asociadas a alguna «especialidad chamánica», los siona son señalados, sin más comentarios, efectivamente, como los «dueños del yajé». Entre los mestizos de lo que fuera Maynas, y aún entre los propios indígenas de ahí, los maestros o dueños siempre son otros; el conocimiento y el poder vienen de otra parte: en los discursos de los vegetalistas, de los fondos de la selva, y en los de los pueblos shipibo, shuar o piro, entre otros de río abajo, o bien incluso de las ciudades.
El lugar de la guerra y la cacería en el complejo del yajé
Otra diferencia importante con el mundo del chamanismo de ayahuasca tiene relación con la magia de guerra, pesca y cacería, y otras funciones relacionadas con la vida silvícola tales como la manipulación del clima,
la fertilidad de la tierra, la elección de los emplazamientos humanos y otras. Estos campos de actividad se encuentran también, como es sabido, entre todos los pueblos ayahuasqueros del área de Maynas, pero no aparecen integrados al uso de la ayahuasca, como sí es muy claro que ocurre en el yajé.
Al parecer, solamente en el área del yajé, y en especial entre los grupos de las tierras bajas (siona, secoya, coreguaje, cofán), estas tareas mencionadas se encuentran integradas y subsumidas en el elemento antiguo del culto del yajé. Como observara Vickers (1976) para los secoya del Ecuador:
La lógica o “ciencia” del pensamiento de los Siona-Secoya se basa en el culto del yajé […] El complejo del yajé se articula íntimamente con la subsistencia ecológica de los Siona- Secoya, por cuanto influye en la demografía en los patrones de uso de la tierra, mediante conceptos relacionados a la sexualidad, la política de población, la etiología de la enfermedad, y el control sobrenatural de los recursos ambientales (p. 165).
En particular, las funciones relacionadas con la regulación de los recursos del ambiente y de la ecología se encuentran vivas hasta hoy como memoria, y aun como práctica social ocasional. Para los siona del Putumayo, una buena parte de la actividad política consiste en recrear o poner en escena formas de vida tradicionales y selváticas hacía tiempo abandonadas, en consonancia con las políticas de la identidad fomentadas por las ONG anglosajonas y las agencias indigenistas del Estado colombiano.
Con curiosidad, con dudas, con interés especulativo, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, se entregan con frecuencia a una indagación filosófica sobre las capacidades y poderes de sus últimos curacas, desaparecidos hace medio siglo pero de los que todavía guardan una memoria viva y detallada. La relación entre la práctica del culto y las actividades de la antigua economía indígena, como caza, pesca y control del clima, es a veces evocada y recreada durante las tomas de yajé de manera espectacular.
Los relatos y las memorias sobre esas actividades, tal como se practicaban en el pasado, están presentes entre los más viejos, y de vez en cuando durante una toma de remedio los yageceros con más experiencia ven y cantan las pintas de algún animal de cacería en especial. En un caso particular, presenciado por el autor, al día siguiente los animales entrevistos e invocados en voz alta en la
noche mediante los cantos del yajé hicieron en efecto su aparición en el centro de la aldea donde, interrumpiendo una reunión política, algunos hombres salieron a cazarlos. El hecho se comentó durante semanas, y el mismo taita que lo protagonizó lo refería con orgullo.
No es este el lugar para desarrollar en detalle estos ejemplos, pero otro tanto se pudo observar respecto de la manipulación del clima atmosférico y de la pesca. Así pues, se pudo advertir que todas estas recreaciones y escenificaciones conscientes e intencionales de la vida antigua, sin duda, constituyen al mismo tiempo actividades que, para la mayoría de los involucrados, poseen el valor de la verdad.
También existe una memoria, entre los siona, de las últimas guerras intertribales. De esta forma se señalan, por ejemplo, los lugares exactos donde acontecieron, a principios del siglo XX, las últimas batallas con otros grupos, como los chufí bain o gente chufí. En estas evocaciones el yajé también cumple un papel importante como propiciador del éxito, tanto en la preparación previa de los guerreros como en referencia al rol de los yageceros en el transcurso mismo de la acción.
A estas prácticas evocativas de la vida guerrera se agregan, sin solución de continuidad y de manera orgánica, toda una serie de funciones políticas, derivadas posiblemente de las antiguas formas de jefatura local asociadas al manejo del yajé (Langdon, 2014). En la actualidad dicha preparación se usa para propiciar el éxito en negociaciones políticas con agencias del Gobierno, en proyectos indigenistas, e incluso con los cuerpos armados legales e ilegales que pululan por esa parte de Colombia (Carrizosa, 2015 ; Musalem, 2016). Antes de unirse a una manifestación política o de participar en alguna reunión importante con las autoridades estatales, los involucrados toman yajé para hacer una consulta y obtener una previsión sobre el evento y aun sobre la conveniencia de participar o no (Musalem, 2016). Ninguna de estas atribuciones políticas, muy antiguas en torno al culto del yajé, se encuentran desarrolladas en el chamanismo de ayahuasca del Perú.
Retomando el argumento principal de este trabajo, y como una excepción de lo recién afirmado, se debe anotar que entre los quichua, tal como ha sido documentado por autores como Whitten & Whitten (2008), las funciones de la vida selvática (magia de huerta, de cacería, etc.) aparecen integradas al chamanismo con ayahuasca. Dicha unificación no es reciente, ni superficial:
de su densidad dan cuenta una serie de indagaciones y aperturas cosmológicas.
Estos datos son consistentes, además, con la noción, ya discutida, de que el amplio interfluvio entre el Putumayo y el Napo (figura 2), donde conviven grupos quichuas y tucano occidentales, es el lugar desde donde habría irradiado el conocimiento del uso de estas bebidas nativas hacia otras regiones (Brabec de Mori, 2011a,b; Highpine, 2014). De tal modo se conformarían, hacia el sur, el mundo mestizo del chamanismo de ayahuasca y del vegetalismo, y hacia el norte y el oeste, el culto del yajé.
De modo preliminar, se podría postular, como una hipótesis a explorar, que a mayor distancia de este vasto e hipotético núcleo de irradiación que sería el interfluvio Napo-Putumayo, más débil o nula resulta la integración entre las magias de la cacería, la huerta, la guerra, etc., respecto del uso del ayahuasca. Al contrario, a medida que uno se aproxima a este eje central, se verán cada vez más agregadas, como ocurre precisamente entre los naporunas y los grupos tucano occidentales, donde la relación entre el uso de la bebida y esas diferentes funciones es más orgánica y completa.
Así pues, y en este orden de ideas, entre los shipibo de Brabec de Mori (2011a) o entre los yagua de Chaumeil (1983), o entre los shuar de Harner (1972), por nombrar algunos, el control mágico de la guerra, la huerta o la cacería aparecen como actividades menos integradas al uso del ayahuasca. En su lugar, e igual que en el vegetalismo, esta bebida se manifiesta ante todo como una actividad médica o de brujería.
Ideas sobre una difusión
Como ya se ha dicho, en el ámbito de la ayahuasca (Perú y Ecuador) el poder se transmite de norte a sur, como en la gradiente que sugiere Callicot (2020, p. 111) a partir de las antiguas visitas periódicas de los quichuas de Lamas al Napo. En ese mismo sentido se puede considerar lo documentado por Brabec de Mori (2011a y b) entre los shipibo, donde el conocimiento y las trayectorias de aprendizaje revelan una gradiente aguas abajo (es decir, el poder viene de río abajo), por el Ucayali. Estos fenómenos son similares a los que llamaron la atención de Gow (1994) entre los piro y a las observaciones de Harner (1972) entre los shuar, que también indican que el aprendizaje viene del norte, hacia donde están los quichua canelos o quijos, maestros de los shuar.
Otro tanto ocurre, conforme a Gow, desde los centros urbanos hacia las zonas rurales. Sin embargo, en este caso es preciso tomar más bien en consideración una dinámica de circulación urbano-rural como la que se encuentra descrita en Callicot entre Lamas, Sisa, Yurimaguas, Tarapoto y sus alrededores, y en Luna (1986) entre Iquitos o Pucallpa y sus respectivas periferias. Concretamente en Maynas, se presenta esta imagen donde los indios auxiliares de la colonización, de la evangelización y del comercio articularon un tejido urbano incipiente, compuesto por ciudades y misiones, con los fondos de la selva, cuyos contenidos eran variables y móviles en lo que tiene que ver con los recursos que de ellos se extraían y con los grupos nativos que los habitaban. Estas nuevas ciudades se organizaban en círculos concéntricos, que volvían a surgir ahí donde ocurría una fundación y mientras esta duraba.
Dentro de estas circulaciones, huyendo de esclavistas y del contagio de las pestes, fugándose de las misiones, o haciendo prisioneros, o siendo capturados en incursiones militares jesuitas para ser nuevamente reducidos, los indios, progresivamente cristianos, pasados por el crisol multiétnico y progresivamente mestizos, desarrollaron o representaron una forma de amansar a los aucas que es, además, una técnica de curación del cuerpo y una forma de ocupar espacios simbólicos subalternos, abiertos por el advenimiento y la centralidad del catolicismo. La creación ocurría donde era más intensa esta actividad, sobre las orillas de los grandes ríos, y en los barrios de las
Figura 2.
misiones y de las incipientes ciudades. En los extremos, por ejemplo, hacia el sur, o tierra adentro, regiones en las que toda esta dinámica fue menos intensa y más distante, el conocimiento y el empleo del ayahuasca no revisten una antigüedad superior al medio siglo, y casos hay de un completo desconocimiento al respecto (Brabec de Mori, 2011b; Shepard, 2015).
Brabec de Mori, al estudiar los ícaros o cantos de ayahuasca, establece que, con poco margen de dudas, se trata de elaboraciones musicales quichuas, irradiadas, además, desde las zonas habitadas por este pueblo indígena en torno al río Napo, en el actual Ecuador, donde se encuentran en mayor riqueza y variedad, y desde ahí hacia el sur. Se dibuja, entonces, un mapa de difusión en el que desempeñan un papel crucial los quichua (quijos, naporunas, lamistas, etc.) del Ecuador y del Perú, que muestran un perfil del uso del ayahuasca denso y desarrollado, comparable en varios aspectos ―por ejemplo, en la presencia de una magia de pesca y de cacería, etc.― al que se manifiesta entre los grupos de tierras bajas (tucano occidentales y cofanes, sobre todo) en el área del culto del yajé.
A modo de cierre, se observará el contraste entre el yajé y la ayahuasca, que ha sido el foco de este trabajo, desde algunos apectos adicionales. Esta comparación se presentará a la manera de apuntes etnográficos complementarios, basados en las experiencias del trabajo de campo y referidos más bien al presente etnográfico.
Grupos indígenas mencionados en este texto, y sus posiciones aproximadas en el área estudiada.
Fuente: elaboración propia, dibujados por Carolina Camblor Muñoz.
Notas sobre la formación chamánica
Cuando el ayahuasquero se forma o va a curar a otro
―un otro que luego podrá, típicamente, formarse él mismo como ayahuasquero él también, configurando una trayectoria característica del vegetalismo, donde un enfermo se cura y, mientras lo hace, suele devenir en discípulo, y al cabo de los años, si lo merece, llega a ser maestro―, el cuerpo del sujeto (paciente, discípulo o maestro) debe asimilarse a un vegetal y oler como una planta. Retirándose hacia el fondo de la selva de manera física, en los momentos clave de la curación/formación, tendrá que alimentarse con una dieta especial que lo lleve a perder el olor humano, de modo que los espíritus de los fondos, dueños antojadizos de la salud y la enfermedad, accedan a la comunicación buscada.
Por lo demás, el ayahuasquero se orientará de manera metafórica hacia los fondos de la selva, cada vez que realice su práctica, a través de los ícaros dirigidos a las plantas. En el chamanismo de ayahuasca se trata sobre todo de cantarles y de ver en ellas los espíritus vegetales. Se trata también, cabe recordar, de domesticar y de amansar a los seres de esta zona. Dicha orientación a aplacar es evidente en el carácter de la música, en las formas melódicas de los ícaros, e incluso en los tonos de voz que emplean los ayahuasqueros. En los juegos verbales que establecen durante las noches de culto se torna patente su intención de apaciguar.
Por este lado de la musicología ―tan bien desarrollada para la zona vegetalista por Brabec de Mori (2011a), a través de una tesis que todavía permanece confinada al idioma alemán―, no se está ni cerca de contar con un registro similar respecto del rico mundo sonoro del yajé. Sin embargo, la diferencia estética es tan evidente para quien ha participado de ambas variedades del culto (el del yajé y el vegetalismo) que no es antojadizo pensar que, quizá, la comparación en este ámbito sería la que más fácilmente produciría la impresión, que en este texto se ha buscado fundamentar, de que se trata de dos manifestaciones culturales ―el yajé y la ayahuasca― bien diferenciadas en términos ideológicos.
Hoy por hoy, por lo demás, existen en internet muestras de ambos mundos musicales, y cualquier persona interesada puede realizar fácilmente la comparación y formarse una impresión propia. Se diría que el arte verbal y musical en el yajé contiene un elemento esotérico más hermético, y que su orientación es más guerrera y
geográfica, con cantos que mencionan hitos territoriales concretos.
Los siona hablan también de «la gente» que vive adentro de las plantas. No obstante, son otras clases de entidades (las yajé, que viven en el cielo) las más importantes para avanzar en el camino del conocimiento y del poder, en procesos de interacción con seres del cosmos que autoras, como Langdon (2014) para los siona y Cipolletti y Payaguaje(2008) para los secoya, estudian y detallan desde hace décadas. Acaso incluso la misma imposibilidad de realizar una musicología del yajé ―pese a la riqueza y variedad de sus expresiones contemporáneas― habla de la naturaleza más belicosa de sus practicantes: en campo hubo reiteradas negativas a realizar registros que, sin duda (y tal como ocurrió con otros que sí los hicieron), hubiesen sido luego fuente de disputas interminables, querellas y murmuraciones. Uno de los yageceros fue taxativo: para tener los cantos hace falta aprendérselos practicando, tomando yajé uno mismo. El estudio de los ícaros, por otra parte, ha sido más de una vez emprendido con éxito, siendo el caso más notable el de Brabec de Mori (2011a).
Si bien la relación íntima con la vegetación ―el retiro a los fondos, la soledad, la dieta, adquirir una consistencia fibrosa, como de vegetal, en las propias carnes, e impregnarse el cuerpo con los jugos de las plantas― resulta básica también en los relatos de formación de los yageceros y se comparten con los vegetalistas otras prescripciones clásicas, como la de las largas abstinencias sexuales, las trayectorias de los aprendizajes remiten en el yajé a mucho más que a una circunstancia individual. Con frecuencia, las historias ideales de aprendizaje tienen que ver con la relación temprana y estrecha de un niño o adolescente con un pariente cercano que ya es yagecero consumado, idealmente un padre. Remontando la memoria nativa a tiempos más antiguos, aparece claro que el ideal de la tribu era que todo varón aprendiese lo más posible acerca del oficio del culto. Esta situación presenta un contraste marcado con el chamanismo de ayahuasca, donde lo normal en la tradición es que solamente el ayahuasquero use la bebida.
Notas sobre el presente etnográfico
Se pueden observar, aunque sea brevemente, las formas del ritual tal como llegan a presentarse en la actualidad, a pesar ―y a través― del patetismo destructivo del turismo chamánico. Ambas escenas ―la
del yajé y la de la ayahuasca― ocurren en la noche, dato a menudo atribuido en la literatura a una conveniencia fisiológica para facilitar las visiones, así como a una necesidad de esconder la actividad de la luz del día, es decir, del espacio y escrutinio públicos. También la analogía con la misa católica se ha planteado varias veces: un sacramento que comporta una bebida sagrada y la ceremonia de su ingestión, como en una comunión.
En el culto del yajé la similitud con la religión católica es más notoria todavía: no es infrecuente que el yagecero rece un padre nuestro, profiera otras fórmulas alusivas al panteón católico y haga la señal de la cruz sobre la bebida, antes de repartirla, o sobre los presentes cuando los va a limpiar y a curar. Por otra parte, una vez consagrada y repartida la bebida, en el vegetalismo la reunión suele limitarse al despliegue ordenado de ícaros por parte del maestro o de los maestros que guían la sesión en completa oscuridad, mientras que los participantes permanecen sentados con la espalda recta, en la misma posición, y a menudo con un balde o bacía al alcance de la mano, para ejecutar, cuando corrresponda, la purga por la boca.
Asimismo, en el culto del yajé no solamente cantan los yageceros, sino que quien quiera acoplarse al conjunto puede hacerlo, distinguiéndose voces principales y coros, y entradas espontáneas de músicos que tocan la harmónica sin usar la voz. Hay en las veladas con yajé un sentido de relajo y apertura que se expresa mediante conversaciones que, entre los periodos de cantos, se pueden extender a veces durante horas, hasta transformarse en algunos casos casi en la actividad principal. Estos diálogos recaen sobre una gran variedad de temas, y pasan por etapas de rutinas humorísticas y jocosas donde no son infrecuentes las burlas explícitas referidas a las manifestaciones corporales de la purga entre los presentes. En cambio, en la práctica del vegetalismo no se ha visto que nada de esto se despliegue.
Por último, en el yajé es común que permanezcan unas velas encendidas durante toda la noche. También es usual que los presentes asistan a la ceremonia recostados en sus hamacas, que ellos mismos han anudado en los travesaños de la casa, de acuerdo a un orden implícito y compartido, formando un conjunto humano que rara vez emula un círculo.
Conclusiones
A modo de conclusión, se puede señalar que las dos manifestaciones culturales estudiadas ―vegetalismo o chamanismo de ayahuasca y culto del yajé― responden a dos historias de contacto y colonización diferentes, sintetizadas en dos momentos clave de la relación colonial, que son la misión ―jesuita y franciscana, respectivamente― y las caucherías. En el caso de la misión jesuita, esta fue acompañada, en Maynas, de un despliegue civil y militar desconocido en Sucumbíos. Ahí donde los indígenas fueron diezmados y políticamente sometidos, y donde los religiosos pudieron imprimir un dominio más estricto, desmantelando las formas políticas nativas, surgió una forma chamánica de medicina popular centrada en la ayahuasca ―el vegetalismo―, elaborada en un medio urbano y mestizo incipiente, y que parece adquirir forma y sentido pleno en la relación entre mestizos e indios salvajes, durante el proceso expansivo de proletarización y endeude de la época del caucho.
El culto del yajé, por su parte, se presenta, por el lado de los tucano occidentales, como el producto de un mundo indígena preservado en su independencia y en sus formas de vida más libres y guerreras hasta entrado el siglo XX. Esta tradición integra elementos de un antiguo chamanismo indígena ligado, por una parte, a la regulación esotérica de la vida silvícola y, por otra, a la experiencia cosmopolita de la misión y de la proletarización cauchera. En ese contexto los tucano llegaron a apropiarse exitosamente de los poderes de los sacerdotes.
Ahora bien, mucho habría que decir todavía sobre cómo estas prácticas ―vegetalismo o chamanismo ayahuasquero y culto del yajé― transitaron, alrededor del último cuarto del siglo XX, hacia mundos ajenos a sus contextos amazónicos originales. En esa medida, se podría evaluar cómo la matriz indígena y cristiana de estos ritos se alteró merced al turismo y a las políticas de la identidad, al new age y al ecologismo globales, por donde quizá han devenido ya a otra cosa de lo que fueron durante los tres últimos siglos. Esta discusión, sin embargo, pertenece a otro lugar.
Declaración de aspectos éticos
En este texto de revisión se ha trabajado sobre una literatura conocida por el autor, y que se cita de manera pormenorizada, según los usos académicos. Por otra parte, respecto del trabajo de campo del autor, es preciso
decir que fue realizado entre los años 2013 y 2014, con el apoyo del Instituto Brasil Plural de la Universidad Federal de Santa Catarina, en el marco de un doctorado en Antropología Social. Dichas actividades fueron ejecutadas de común acuerdo con los líderes del pueblo siona que, en Mocoa, Puerto Asís, Buenavista y otros lugares aledaños, abrieron las puertas de sus hogares y organizaciones a cambio de una serie de labores de secretaría para sus proyectos con el Gobierno colombiano, agencias internacionales y organizaciones no gubernamentales (ONG). Estas experiencias de intercambio se encuentran detalladas en Musalem (2016).
Contribucionesdel autor
Pedro Musalem Nazar: investigación y redacción del documento.
Agradecimientos
A Jean Langdon, a través de los años, por su obra, apoyo y orientación. Al Instituto Brasil Plural, por haber apoyado financieramente mi trabajo de campo. A la gente siona, por haberme acogido y permitido participar de su vida cotidiana y espiritual. A Carolina Camblor, por los mapas y sus flores, sobre todo una.
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