Dossier: Globalización (parte 1)
Modelos de desarrollo, el buen vivir y derechos de «otra naturaleza». El caso de Bolivia, Colombia y Ecuador
Development models, good living and rights of «another nature». The case of Bolivia, Colombia and Ecuador
Modelos de desarrollo, el buen vivir y derechos de «otra naturaleza». El caso de Bolivia, Colombia y Ecuador
Revista Jangwa Pana, vol. 22, núm. 3, pp. 1-13, 2023
Universidad del Magdalena
Recepción: 19 Abril 2023
Aprobación: 12 Diciembre 2023
Resumen: El propósito de este trabajo es explicar la gestión de las tensiones entre los modelos de desarrollo y los derechos de «otra naturaleza» en algunos Estados latinoamericanos. Alcanzar el objetivo planteado exige la adopción de un tipo de investigación descriptiva, coadyuvada con un enfoque normativo y con una metodología cualitativa de revisión bibliográfica. Se pudo constatar que los modelos de desarrollo alternativos propuestos y aplicados por las colectividades indígenas, como el sumak kawsay o buen vivir, ayudan a gestionar dichas tensiones de manera efectiva al establecer límites razonables entre la necesidad de desarrollo y la eficacia de los derechos.
Palabras clave: sumak kawsay, buen vivir, Pachamama, modelos de desarrollo alternativos, Constitución Ecológica, Estado ambiental de derecho, derechos de otra naturaleza.
Abstract: This paper aims to elucidate the management of tensions between development models and "other-nature" rights in several Latin American countries. Reaching the stated objective requires the adoption of a descriptive research type, complemented by a normative approach and a qualitative methodology of bibliographic review. The study demonstrates that alternative development models, as proposed and implemented by indigenous communities, such as "sumak kawsay" or "good living", effectively facilitate the negotiation of these tensions by establishing reasonable boundaries between the imperative of development and the efficacy of these unique rights.
Keywords: Sumak kawsay, buen vivir, Pachamama, alternative development models, ecological constitution, Environmental State of Law, other-nature rights.
Introducción
El modelo de desarrollo neoliberal reproduce las economías capitalistas y determina las relaciones de producción de manera unilateral, generando ventajas competitivas y riqueza para una minoría, en detrimento de la naturaleza, el ambiente, las especies y demás elementos del mundo vital. La irracionalidad y la ambición desenfrenada de sus actores llevaron a este planeta a un destino catastrófico. Frente a este modelo, depredador de la existencia, se han propuesto alternativas de desarrollo sensibles a la riqueza natural y cultural y, por tanto, cuidadosas de los bienes de interés superior.
Este distanciamiento se produce especialmente en América del Sur, con el surgimiento de nuevos escenarios de participación política. La lucha social y las permanentes protestas en contra del neoliberalismo coincidieron con fuerzas políticas emergentes, sustentadas en ideologías alternativas del escenario político. La defensa de los derechos fundamentales y sociales, los reclamos populares de justicia, igualdad, inclusión, etc., dieron origen al diseño de programas políticos totalmente apartados del simple modelo neoliberal.
La tensión generada entre los modelos de desarrollo de corte capitalista y la necesidad de preservación y conservación del planeta ha generado una preocupación amplia por la suerte del espacio vital y por la valoración de epistemologías alternativas, como una oportunidad para tratar de conciliar el derecho al desarrollo con los otros derechos. Tales concepciones propiciaron, en concreto, nuevos enfoques sustentados en el respeto de la naturaleza, de las especies y de los recursos naturales. Así, esta nueva relación promueve el progreso de una forma responsable, desde la diversidad y la diferencia. El propósito es conservar, proteger y restaurar los daños ocasionados por la intervención humana en el espacio vital, en clave de encontrar un equilibrio entre los derechos en pugna. En este orden de ideas, la intención no es frenar el desarrollo, sino ponerle unos límites razonables.
Entonces: ¿cómo gestionar las tensiones entre los modelos de desarrollo y los derechos de la naturaleza y el ambiente en un escenario de diversidad cultural como el suramericano? Una opción es a través de las alternativas propuestas y aplicadas por las colectividades indígenas como el sumak kawsay o buen vivir. Se trata de modelos que se fundamentan en distintos enfoques y en el reconocimiento constitucional de derechos de «otra naturaleza».
Las propuestas han quedado plasmadas en constituciones, en las que se han consagrado disposiciones sobre el tema ambiental y la riqueza natural y cultural, en lo que se conoce como Constitución Ecológica. De la mano de este tipo de estatuto camina el Estado ambiental de derecho, el cual se rige por distintas normas cuya finalidad es la protección de las relaciones entre el ser humano y su medio ambiente natural, en perspectiva de integralidad, donde las generaciones presentes y futuras tengan la posibilidad de asegurar las condiciones mínimas de existencia digna.
Tanto la Constitución Ecológica como el Estado ambiental necesitan adoptar algunos enfoques para lograr sus propósitos, como por ejemplo el biocentrismo, el ecocentrismo y la bioculturalidad. Comprender estas dimensiones implica reconocer la existencia de derechos de «otra naturaleza», entre los que se encuentran los derechos de la Pachamama, de los seres sintientes pero no pensantes, de las generaciones futuras y de la diversidad cultural. Estos derechos son un límite y a la vez una alternativa frente a los modelos de desarrollo cuya base ideológica es el neoliberalismo.
A partir de allí, el objetivo de este trabajo es analizar, en el escenario suramericano, especialmente en Bolivia, Colombia y Ecuador, la gestión de las tensiones entre los modelos de desarrollo y los derechos de la naturaleza y el ambiente en escenarios de diversidad cultural. El logro de este propósito es viable al ser un tema novedoso y al disponer de las fuentes para su sustentación. Finalmente, el producto de la investigación servirá de material de consulta para la comunidad académica y para la apertura de investigaciones alternativas o complementarias sobre este tema.
Métodos y técnicas
Abordar el tema propuesto exige adoptar un diseño metodológico cuyo elemento transversal es la metodología cualitativa de investigación, con la que se pretende una aproximación a las características comunes y definitorias del objeto de estudio. El tipo de investigación es analítica, mediante la cual se hace un ejercicio de deconstrucción (Arias et al., 2022) con el fin de conocer las estructuras comprometidas, en este caso, en la gestión de las tensiones entre los modelos de desarrollo y los derechos de la naturaleza, el ambiente y de otra especie. Dichas estructuras se evidencian en instituciones, modelos de Estado y constitución, enfoques y el reconocimiento de derechos especiales.
Este ejercicio requiere de una técnica de investigación dogmática y de revisión bibliográfica, por lo que la identificación de los documentos especializados es el primer paso en la recolección de la información, según lo indican Cohen y Gómez (2019). Así, doctrina, normas, constitucionales y jurisprudencia constituyen las fuentes que darán el soporte epistemológico. Para explorar estos textos se recurrió a fichas bibliográficas, notas de agenda, mapas conceptuales y líneas jurisprudenciales, y se empleó un enfoque deductivo para interpretar, analizar y organizar la información encontrada (Bernal, 2010).
Con base en este diseño, el texto se estructura en cuatro secciones: 1) el modelo de desarrollo neoliberal y la reacción antineoliberal, 2) la Constitución Ecológica y el Estado ambiental de derecho, 3) el buen vivir, sumak kawsay, y 4) la Pachamama como sujeto de derechos.
El modelo de desarrollo neoliberal y la reacción antineoliberal
El neoliberalismo no es simplemente un conjunto de políticas económicas o sociales adheridas a las prescripciones del Consenso de Washington; es además un propósito que abarca diferentes niveles de la sociedad y que se extiende a los ámbitos cultural, ambiental, económico y político. Esta racionalidad moderna universaliza «el modo de producción y de relaciones sociales capitalistas, como si fuese el único modo de relación humana» (Wolkmer, 2017, p. 161). Por tanto, es una visión que excluye modelos de desarrollo alternativos.
El pensamiento antineoliberal considera esa multidireccionalidad y así la confronta. Los países denominados como «socialistas radicales» son el mejor ejemplo de este bloque contraneoliberal (Acosta, 2009). En estas geografías se proponen modelos de desarrollo menos agresivos y más respetuosos de los derechos, que en este trabajo se denominan derechos de «otra naturaleza», entre los que se pueden contar, por ejemplo, los derechos de la Pachamama, de los animales y especies y de las generaciones futuras.
Según Uprimny (2011), existen cuatro elementos comunes entre estas posturas antineoliberales. El primero explica una intervención mayor de estos Estados en la economía. El segundo es la apuesta por iniciativas económicas alternativas, las cuales se expresan en formas comunitarias, mixtas, tradicionales (desde el punto de vista indígena), cooperativas y solidarias, entre otras. El tercero tiene relación con la democratización de la tierra, y el último es el cambio de enfoque en la relación naturaleza-desarrollo.
El discurso en estas latitudes es integral y crítico de los derechos humanos porque involucra otras visiones que hasta el momento la doctrina desteñida de los derechos humanos no había considerado (Mesa, 2012). El fundamento de este nuevo enfoque se debe buscar en lo que Wolkmer (2017) llama «teoría económica para la liberación». Desde este planteamiento, la economía no puede desarrollarse en perjuicio de la «casa de todos», citando la expresión del papa Francisco. Por tanto, la teoría económica debe dirigir la mirada a otras realidades ―locales y periféricas―, desde donde se proponen alternativas de progreso sensibles y responsables con el planeta.
En este contexto, las colectividades étnicas, sobre todo indígenas, plantean una nueva posibilidad de interacción, en la que el ser humano no es el único actor de la obra: animales, plantas, seres vivos y no vivos se construyen y deconstruyen mutuamente en un devenir constante. La presencia de estos nuevos sujetos permite hablar, más allá de una interculturalidad, de una «interespecielidad» (Wolkmer, 2017).
El Estado ambiental de derecho y la Constitución Ecológica
En comunión con el Estado social de derecho, de acuerdo con los argumentos del profesor Gregorio Mesa, el «Estado ambiental de derecho» puede concebirse como una nueva apuesta en la percepción de los derechos humanos desde lo local y particular. Este Estado configura un límite a la irracionalidad económica propia del liberalismo económico:
Varios de esos límites deben pasar por más y mayor descentralización, más «ser» y menos «tener», más cuidado y responsabilidad y menos apropiación ilimitada; más equidad intrageneracional (visión sincrónica) y mayores previsiones para que las futuras generaciones (visión diacrónica) puedan «ser» en un mundo y una sociedad viables desde el punto de vista ambiental y ecosistémico (Mesa, 2007, pp. 353-354).
Atendiendo a este nuevo principio, el aprovechamiento de los recursos naturales no puede llegar al punto de socavar los derechos, por lo que la exploración, la explotación y el manejo de estos insumos deben hacerse teniendo en cuenta unos topes precisos. Según el autor, los límites en el Estado ambiental se encuentran en los principios de responsabilidad, equidad, prevención, precaución, proporcionalidad, razonabilidad y sostenibilidad, los cuales establecen unas restricciones fuertes al modelo de depredador del ambiente y del espacio vital. Ese catálogo axiológico funge como un marco de actuación para las autoridades y los particulares frente a la intervención de la naturaleza.
El Estado ambiental de derecho debe, en el constitucionalismo actual, promover una concepción de los derechos humanos desde la perspectiva de integralidad, en la pretensión de abarcar las realidades más inmediatas y periféricas, así como las de los oprimidos y menos favorecidos:
Caminar hacia ellos implica por lo menos, y siguiendo a Santos (2003), superar definitivamente los esquemas de relaciones imperiales, a partir de avanzar de manera significativa, en primer lugar, «aprendiendo que existe un sur», en segundo lugar «aprender ir hacia el sur» y finalmente, «aprender a partir del sur y con el sur» (Mesa, 2007, p. 374).
Esta nueva visión de los derechos, en la que se unen conceptualmente tres categorías (Estado, ambiente y derecho), indica la adopción de una fórmula cuyo objetivo es la justicia material, que no está ligada simplemente al ser humano como un sujeto individual o colectivo, sino que tiene en cuenta al sujeto y al entorno en el que se desarrolla. Al mismo tiempo, es una perspectiva que se aleja de modelos y esquemas hegemónicos para afianzar otros propios de la realidad local.
La Constitución Ecológica reconoce dicho Estado e integra en su cuerpo instrumentos jurídicos del orden internacional y nacional para la protección de los derechos de «otra naturaleza». Así, el Consejo de Estado de Colombia define la Constitución Ecológica como «un conjunto de disposiciones que regulan la relación de la sociedad con la naturaleza y el medio ambiente, y que tienen como presupuesto básico un principio-deber de recuperación, conservación y protección» (Sentencia 11001-03-06-000-2014-00248-00 [2233]). Este instrumento normativo, de rango constitucional[1], establece fórmulas para lograr la comprensión del mundo en su integralidad, donde se establecen relaciones entre el ser humano, la naturaleza, el medio ambiente y los recursos naturales. Su propósito general es garantizar la protección del espacio vital y de la vida misma.
La jurisprudencia constitucional colombiana ha establecido que la Constitución Ecológica tiene una triple dimensión:
(i) la protección al medio ambiente es un principio que irradia todo el orden jurídico puesto que es obligación del Estado proteger las riquezas naturales de la Nación, (ii) aparece como el derecho de todas las personas a gozar de un ambiente sano, derecho constitucional que es exigible por diversas vías judiciales, y (iii) de la Constitución Ecológica derivan un conjunto de obligaciones impuestas a las autoridades y a los particulares (Sentencia C-750/08).
En ese marco, la Constitución Ecológica abarca la protección de la riqueza natural y cultural de la nación; el derecho a un ambiente sano; la protección de ecosistemas y un conjunto de obligaciones para los Estados y para los particulares. Además, extiende su efecto irradiador a la naturaleza y a la Madre Tierra.
En esta perspectiva, la Pachamama, el ambiente y las especies son sujetos de derechos de especial protección por el interés superior que los cobija. En efecto, estos espacios vitales y sujetos tienen derecho «a que se respete íntegramente su existencia, el mantenimiento de sus ciclos vitales, de su estructura, funciones y procesos evolutivos», según Mármol (2015, p. 174). Estos derechos son exigibles ante las autoridades del Estado, tanto administrativas como judiciales.
Como ejemplo de judicialización de estos derechos se puede citar a la Jurisdicción Especial para la Paz, organismo que direcciona su actuación a la protección de la naturaleza, el ambiente y los recursos naturales desde un enfoque ecocéntrico sobre lo ambiental, reconociendo que los ecosistemas son sujetos de derecho y, en esa vía, merecedores de protección constitucional. Esta instancia insiste en que los acuerdos de La Habana y su implementación señalan una ruta de trabajo para la garantía efectiva de las víctimas del conflicto, entre las que se cuentan las personas, la naturaleza, el territorio, el ambiente, los ecosistemas y los recursos naturales. De tal forma, la relación estrecha entre conflicto, medio ambiente y ecosistemas necesariamente toca la pretensión de paz, dinámica que ha llevado a construir nuevas categorías, como la paz ambiental (Jurisdicción Especial para la Paz, 2022).
Particularmente, el derecho a un ambiente sano ha sido reconocido en por lo menos 120 constituciones (Daly & May, 2016), en las que se protege, dice la Corte Constitucional de Colombia, «un amplio rango de factores que componen la naturaleza y la biodiversidad como el agua, el aire, la tierra, la fauna, la flora, los ecosistemas, el suelo, el subsuelo y la energía, entre otros» (Sentencia T-622/16). En esa medida, cabe suponer que los instrumentos internacionales[2] relativos al medio ambiente tuvieron un efecto plausible en el campo jurídico de los Estados por cuanto estos han reconocido en sus constituciones los derechos ambientales, al mismo tiempo que han establecido mecanismos para su protección (Comisión Económica para América Latina y el Caribe [Cepal], 2018).
Así, al reconocer dicho interés superior, colectivo y fundamental en diferentes instrumentos jurídicos del orden nacional e internacional, se ha conformado un verdadero catálogo normativo cuyo propósito es la protección y la eficacia del derecho al medio ambiente. De esa manera, en Colombia,
La Carta Política de 1991, en sintonía con las principales preocupaciones internacionales en materia de protección del ambiente y la biodiversidad, ha reconocido que el derecho fundamental al medio ambiente sano tiene el carácter de interés superior, y de esta forma, lo ha desarrollado ampliamente a través de un importante catálogo de disposiciones ―cerca de 30 en total― que consagran una serie de principios, mandatos y obligaciones enfocados en una doble dimensión dirigida a: (i) proteger de forma integral el medio ambiente y (ii) garantizar un modelo de desarrollo sostenible, sobre los que se ha edificado el concepto de «Constitución Ecológica» (Sentencia T-622/16).
La Corte Constitucional de Colombia afirmó que el medio ambiente posee una triple dimensión: principio, derecho colectivo y derecho-deber, «que brinda los presupuestos básicos a través de los cuales se reconcilian las relaciones del hombre y de la sociedad con la naturaleza, a partir del mandato específico que apela por su conservación y protección” (Sentencia C-048/18). En esa línea argumentativa, el alto tribunal reiteró que la protección al medio ambiente y a los recursos naturales (renovables y no renovables) debe concebirse al mismo tiempo como un principio, como un derecho y como una obligación constitucional.
Un principio que debe regir a toda la actividad estatal, incluida la actividad legislativa. Un derecho de todas las personas a vivir en un ambiente sano, digno y en armonía con el planeta, que implica también su protección por vía administrativa y judicial. Y, finalmente, una obligación del Estado y de los particulares de proteger esos bienes jurídicos, de la cual se derivan deberes de diversa índole (Sentencia C-048/18).
En esas dimensiones, el Estado es responsable por la omisión en la efectividad de los fines esenciales relacionados con la protección de estos derechos, por lo que debe direccionar su actividad a cumplir y hacer cumplir los mandatos de prevención, conservación y restauración. Luego la garantía y efectividad de estos derechos es una función de los jueces en el nuevo orden constitucional y convencional. Ellos son, en el Estado actual, los encargados de adoptar las medidas que consideren necesarias para reparar los perjuicios causados a tales derechos.
Desde una perspectiva indígena, el medio ambiente es parte integral de la naturaleza y la Madre Tierra. Por lo tanto, no se puede comprender simplemente como un derecho colectivo, susceptible de protección a través de medios ordinarios, o transitoriamente y en conexión con derechos reconocidos como fundamentales por medio de la acción de tutela, sino que su carácter desborda esa órbita para constituirse como un derecho fundamental autónomo. Según la Comisión Nacional de Territorios Indígenas (CNTI, 2018), «nuestros Derechos Territoriales como Pueblos Indígenas son derechos humanos colectivos [fundamentales], de los que depende el goce efectivo de nuestros demás derechos como la autonomía, la integridad cultural, la identidad, y la pervivencia misma como Pueblos». Dicha esencia hace exigible la protección directa a través de las acciones constitucionales (Zeballosf-Cuathin, 2019).
Ahora bien, la protección de la naturaleza, y particularmente del medio ambiente, es posible en tanto que de manera concomitante se protejan otros derechos interdependientes. En ese sentido, los indígenas «consideran que el medio ambiente puede protegerse mejor reconociendo sus derechos a los territorios, la autodeterminación, la personería legal y la libertad cultural» (Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas [IWGIA], 1998). Desde esta mirada holística, el medio ambiente está en comunión con otros derechos de rango constitucional y fundamental, razón que lleva a concluir que su integridad y vigencia depende del reconocimiento y garantía de otros derechos de carácter étnico.
El sumak kawsay o buen vivir
La Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU) aprobó la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo mediante Resolución 41/128 del 04 de diciembre de 1986, con un enfoque pluralista y en perspectiva de los derechos humanos, en los siguientes términos:
El derecho al desarrollo es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar de él (AGNU, 1986, art. 1).
En sintonía con esta declaración, algunos Estados latinoamericanos han integrado en sus constituciones y legislación una economía social de mercado, solidaria y participativa. El desarrollo de estos territorios y la promoción de los derechos de toda la población, incluso de aquellos que se apartan de los clásicos como los de la naturaleza y de los no pensantes, es un imperativo desde esta propuesta. Sin embargo, hasta el momento se plantea como un «deber ser»; no lo que debería ser ahora mismo.
Aun con esa limitación, el modelo del sumak kawsay o suma qamaña (buen vivir) se constituye en un enfoque donde la naturaleza, según Mármol (2015), es reconocida como un sujeto de derechos. Esta propuesta, dice el autor, se erige como un paradigma novedoso en el Estado constitucional y convencional de derecho, el cual apuesta por la justicia en todos los ámbitos. El buen vivir, desde la perspectiva de los pueblos indígenas de Colombia, significa «estar bien con la Madre Tierra, la comunidad, con todo lo que nos rodea en nuestro territorio, que es nuestra gran casa donde se recrea la vida, la cultura y la identidad de todo indígena» (Montero de la Rosa, 2017, p. 92). Es, además, un modelo económico y un estilo de vida armonioso con el mundo vital, incluyente y exento de discriminación (Zeballosf-Cuathin, 2021b).
La tensión que se crea entre los derechos de la naturaleza y el derecho al desarrollo se concilia en el modelo del buen vivir. El cambio en la percepción del medio ambiente hace que este no sea percibido solamente como la fuente de aprovechamiento económico, sino como un ente vivo y, por lo mismo, sujeto de derechos. Así, es posible establecer una relación pacífica y armónica entre la naturaleza y el progreso. Al respecto, los pueblos indígenas, dice el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC, 2019), «tenemos una visión diferente del desarrollo, buscamos y propendemos por el cuidado, la protección, el uso armónico del territorio y la protección integral de todas las formas de vida y el buen vivir de los pueblos».
Desde el punto de vista normativo, el numeral 5.° del artículo 3.° de la Constitución de Ecuador establece que para acceder al buen vivir es necesario «planificar el desarrollo nacional, erradicar la pobreza, promover el desarrollo sustentable y la redistribución equitativa de los recursos y la riqueza». Es tal la importancia de este principio que es transversal al cuerpo constitucional. Especialmente, en el capítulo II «reconoce el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el buen vivir, sumak kawsay» (Constitución Política de la República del Ecuador, 2008).
El artículo 275 de la misma Carta define al régimen de desarrollo como «el conjunto organizado, sostenible y dinámico de los sistemas económicos, políticos, socio-culturales y ambientales», cuya finalidad es garantizar la realización del sumak kawsay. Este paradigma «requerirá que las personas, comunidades, pueblos y nacionalidades gocen efectivamente de sus derechos, y ejerzan responsabilidades en el marco de la interculturalidad, del respeto a sus diversidades, y de la convivencia armónica con la naturaleza». En ese sentido, el buen vivir, como paradigma económico y estilo de vida, se complementa con otros enfoques para lograr su efectividad (Sentencia 166-15-SEP-CC).
La Corte Constitucional del Ecuador ha desarrollado ampliamente este principio en su jurisprudencia, y así ha llegado a concluir que el buen vivir es la contribución de la filosofía indígena al constitucionalismo contemporáneo y que puede abarcar por lo menos cuatro latitudes: a) como un fin esencial de Estado; b) como modelo alternativo de desarrollo; c) como un fundamento dogmático que es transversal a la Constitución, al derecho y al Estado; y d) como acceso efectivo a los derechos constitucionales (Sentencia 017-12-SIN-CC). En esas dimensiones, el buen vivir se forja al mismo tiempo como un canon hermenéutico del Estado constitucional y convencional (Zeballosf-Cuathin, 2021a).
En la misma órbita, el preámbulo de la Constitución Política del Estado de Bolivia (2009) impone al Estado el deber de materializar los principios constitucionales, con el objetivo de lograr el buen vivir. En el capítulo segundo sobre los principios, valores y fines del Estado, de forma novedosa asume y promueve los siguientes principios ético-morales: «ama qhilla, ama llulla, ama suwa (no seas flojo, no seas mentiroso ni seas ladrón), suma qamaña (vivir bien), ñandereko (vida armoniosa), teko kavi (vida buena), ivi maraei (tierra sin mal) y qhapaj ñan (camino o vida noble)» (art. 8)[3].
Este contenido axiológico se complementa con el artículo 313 de la Carta, el cual establece los siguientes propósitos para lograr una vida buena:
1. Generación del producto social en el marco del respeto de los derechos individuales, así como de los derechos de los pueblos y las naciones.
2. La producción, distribución y redistribución justa de la riqueza y de los excedentes económicos.
3. La reducción de las desigualdades de acceso a los recursos productivos.
4. La reducción de las desigualdades regionales.
5. El desarrollo productivo industrializador de los recursos naturales.
6. La participación activa de las economías pública y comunitaria en el aparato productivo.
El plurilingüismo utilizado en la Constitución de Bolivia (aymara, guaraní y quechua) denota una filosofía inclusiva y una finalidad específica del Estado plurinacional e intercultural de derecho. De hecho, consagrar esos principios en la Carta no solo significa el reconocimiento de un estatus históricamente negado a las colectividades indígenas; el mensaje va más allá ya que trasciende ese interés y se ubica en el camino de compartir con otras culturas lo que las colectividades étnicas consideran «bueno».
La Pachamama como sujeto de derechos
La Pachamama puede definirse, partiendo de la Constitución ecuatoriana de 2008, como el espacio donde se origina, reproduce y desarrolla la vida. Según el pueblo misak misak:
el territorio es la casa grande donde se nace, se vive, se experimenta, se va y se devuelve, ahí están las memorias de los antepasados, es allí donde el cuerpo está en constante relación con la espiritualidad construyendo formas de vida que permiten relacionarse con el mundo (CNTI, 2018, s.p).
De forma semejante, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en sentencia del 31 agosto de 2001 (Caso Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua), interpretó que el
sentimiento que se desprende es en el sentido de que, así como la tierra que ocupan les pertenece, a su vez ellos pertenecen a su tierra. Tienen, pues, el derecho de preservar sus manifestaciones culturales pasadas y presentes, y el de poder desarrollarlas en el futuro.
En este mismo sentido, la CNTI (2020) señala:
Diversas son nuestras luchas, como diversas nuestras cosmovisiones. Todas ellas se encuentran en la importancia de defender y proteger a nuestra Madre Tierra de la que depende la pervivencia material, cultural y espiritual de los Pueblos Indígenas, y el equilibrio que mantiene la armonía de la vida en el planeta y el cosmos.
La defensa y exigencia de nuestros derechos territoriales es, en el fondo, una lucha por la existencia de otras formas de ser y estar en el mundo, en las que sabemos hay muchas respuestas para enfrentar la crisis civilizatoria del actual modelo global.
Así, la Pachamama es un espacio vital e integral. No es un lugar enteramente físico y delimitado; al contrario, es una zona abierta, espiritual y cultural. Esta concepción señala que los límites no corresponden con el espacio geográfico, sino que se extienden hasta donde reposa su cultura. En este sentido, pueden ser también áreas discontinuas.
La responsabilidad y la solidaridad con la Pachamama han sido abordadas principalmente desde cuatro epistemologías: antropocentrismo, biocentrismo, ecocentrismo y bioculturalidad.
Por una parte, el antropocentrismo, dice la Real Academia Española (RAE), es una «Doctrina o actitud filosófica que considera al hombre como el centro de referencia del universo». Así, concibe al ser humano como la razón de ser del derecho en general y particularmente de los derechos ambientales. De esta forma asume que la comprensión de la naturaleza y de los recursos naturales solo es posible a partir del reconocimiento del individuo racional. Esta perspectiva defiende la idea de una supuesta superioridad del sujeto racional sobre otros seres y cosas. Las declaraciones de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano (1972) y de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (1992) son ejemplos de esta visión.
El biocentrismo, por otra parte, advierte que la depredación del mundo natural y su extinción no es una consecuencia aislada de la vida de la humanidad, sino que esta última depende del grado de conservación de la naturaleza. Por esta razón, puede considerarse como una derivación del enfoque antropocéntrico ya que proteger el planeta atiende a una concepción utilitarista en tanto le sirva al individuo para asegurar su existencia. Sin embargo, cabe precisar que
se diferencia del enfoque puramente antropocéntrico en la medida en que considera que el patrimonio ambiental de un país no pertenece en exclusiva a las personas que habitan en él, sino también a las futuras generaciones y a la humanidad en general (Sentencia T-622/16).
Lo anterior supone un compromiso de todos los Estados con el planeta, pues lo que haga o deje de hacer uno de ellos afecta a los demás (efecto mariposa).
Aunado a este enfoque, se presenta otro que pretende otorgar un nuevo estatus a la naturaleza como nuevo sujeto de derechos constitucionales. Según la visión ecocéntrica, la Pachamama no es un objeto cuya titularidad se adjudica al ser humano y que lo faculte para disponer de ella según sus intereses (a la manera del antropocentrismo); por el contrario, la especie humana es tan solo una parte de la evolución, por lo que no puede considerarse como soberana y suprema frente a los demás integrantes del mundo existencial. Sobre este enfoque, la Corte Constitucional de Colombia señaló:
El enfoque ecocéntrico parte de una premisa básica según la cual la tierra no pertenece al hombre y, por el contrario, asume que el hombre le pertenece a la tierra, como cualquier otra especie. De acuerdo con esta interpretación, la especie humana es solo un evento más dentro de una larga cadena evolutiva que ha perdurado por miles de millones de años y por tanto de ninguna manera es la dueña de las demás especies, de la biodiversidad ni de los recursos naturales como tampoco del destino del planeta (Sentencia T-622/16).
El ecocentrismo, marcado profundamente por modos de pensamiento alternativos, concibe a la naturaleza o la Madre Tierra como una nueva protagonista del orden jurídico al reconocerla como titular de derechos propios. Este precisamente es el reto del constitucionalismo latinoamericano contemporáneo: lograr la defensa de la integridad de la naturaleza, de la Pachamama, de los recursos naturales y de las formas de vida que están en comunión con ella.
Las anteriores perspectivas se complementan con la bioculturalidad. Este concepto fue propuesto por los indígenas Francisco Rojas Birry, Lorenzo Muelas Hurtado y Alfonso Peña Chepe y discutido en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Estos representantes afirmaron la relación estrecha entre cultura y tradiciones indígenas con el entorno natural y ambiental. Desde este punto de vista, la conservación de la biodiversidad depende de la protección de las manifestaciones culturales de los pueblos y comunidades indígenas (Rojas, 1991).
Con fundamento en el Convenio 169 de la OIT, la Corte Constitucional de Colombia extendió sus efectos a comunidades negras y reconoció la relación entre cultura y cosmovisión de las comunidades étnicas con los territorios, el ambiente y los recursos naturales (Sentencia T-955/03). Trece años después, dicha instancia concluyó:
Los denominados derechos bioculturales, en su definición más simple, hacen referencia a los derechos que tienen las comunidades étnicas a administrar y a ejercer tutela de manera autónoma sobre sus territorios ―de acuerdo con sus propias leyes, costumbres― y los recursos naturales que conforman su hábitat, en donde se desarrolla su cultura, sus tradiciones y su forma de vida con base en la especial relación que tienen con el medio ambiente y la biodiversidad (Sentencia T-622/16).
Dicha relación se expresa en otros elementos complementarios: (i) «la diversidad cultural y la diversidad de ecosistemas y territorios»; (ii) «la diversidad de culturas, prácticas, creencias y lenguajes»; (iii) «las relaciones de las diferentes culturas ancestrales con plantas, animales, microorganismos y el ambiente contribuyen activamente a la biodiversidad»; (iv) los significados espirituales y culturales de los pueblos indígenas son parte integral de la diversidad biocultural; y (v) «la conservación de la diversidad cultural conduce a la conservación de la diversidad biológica» (Sentencia T-622 de 2016). Esta diversidad permite volver a reconocer derechos de vieja data desde otra perspectiva, como los derechos de los animales (Zaffaroni, 2011) y los territoriales.
Las epistemologías mencionadas nutren la creación normativa y la formulación de políticas para la protección de la Pachamama. Las constituciones de Bolivia y Ecuador son los ejemplos para resaltar en este tema, producto de la influencia de las colectividades indígenas en su elaboración. Por ejemplo, en el preámbulo de la Constitución Política del Estado de Bolivia (2009) se afirma: «Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros diferentes, y comprendimos desde entonces la pluralidad vigente de todas las cosas y nuestra diversidad como seres y culturas». La consagración de este sujeto en esta y otras cartas magnas es la evidencia del reconocimiento de formas de vida distintas.
El numeral 6 del artículo 9 de la Constitución boliviana establece como fines esenciales del Estado los de promover y «garantizar el aprovechamiento responsable y planificado de los recursos naturales, e impulsar su industrialización, a través del desarrollo y del fortalecimiento de la base productiva en sus diferentes dimensiones y niveles». Esta forma de actuar frente a los recursos disponibles tiene una finalidad especial: conservar lo necesario para asegurar «el bienestar de las generaciones actuales y futuras»: un propósito que se alcanza atendiendo una responsabilidad histórica, del ahora y del futuro, respecto al mundo vital.
Al mismo tiempo, la Constitución de Bolivia advierte que la ratificación de tratados internacionales debe regirse por principios fundamentales, entre los cuales se encuentra el de «Armonía con la naturaleza, defensa de la biodiversidad, y prohibición de formas de apropiación privada para el uso y explotación exclusiva de plantas, animales, microorganismos y cualquier materia viva» (art. 9, num. 6). Esta exigencia se justifica en la protección de los elementos esenciales de la naturaleza, de la Madre Tierra y de toda clase de especies, cuya existencia no puede depender de la voluntad del orden internacional, sino que la responsabilidad de su integridad debe adjudicarse a la institucionalidad constitucional y, en términos más amplios, a toda la sociedad.
La Carta dispone igualmente que la «industrialización de los recursos naturales para superar la dependencia de la exportación de materias primas y lograr una economía de base productiva, en el marco del desarrollo sostenible» debe hacerse en armonía con la naturaleza (art. 311, num. 3). Finalmente, estipula que todas «las formas de organización económica tienen la obligación de proteger el medio ambiente» (art. 312, num. 3). Estos mandatos de orden constitucional tienen fuerza vinculante para el Estado y los particulares; sin embargo, hay que señalar, previamente, que su cumplimiento es parcial y relativo toda vez que en algunos contextos se imponen intereses políticos y económicos.
Por su parte, la Constitución ecuatoriana establece que la Pachamama es el lugar donde se «reproduce y realiza la vida» y por tanto «tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos» (art. 71). En el mismo sentido, plantea el derecho a su restauración (art. 72) y la obligación que tiene el Estado de diseñar e implementar medidas de «precaución y restricción para las actividades que puedan conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales» (art. 73).
En este sentido, uno de los objetivos del régimen de desarrollo es la recuperación y la conservación de
la naturaleza y mantener un ambiente sano y sustentable que garantice a las personas y colectividades el acceso equitativo, permanente y de calidad al agua, aire y suelo, y a los beneficios de los recursos del subsuelo y del patrimonio natural (art. 276, num. 4).
Estos objetivos, como puede leerse, no están determinados en función de favorecer a la empresa privada en la lógica del neoliberalismo. Al contrario, su propósito es ponderar los intereses en pro de la naturaleza y del ambiente, con el fin de asegurar la disponibilidad y el acceso a los recursos esenciales.
Asimismo, la Constitución reconoce al ser humano
como sujeto y fin; propende a una relación dinámica y equilibrada entre sociedad, estado y mercado, en armonía con la naturaleza; y tiene por objetivo garantizar la producción y reproducción de las condiciones materiales e inmateriales que posibiliten el buen vivir (art. 283).
Este paradigma apunta a los siguientes objetivos:
1. Garantizar «un modelo sustentable de desarrollo, ambientalmente equilibrado y respetuoso de la diversidad cultural, que conserve la biodiversidad y la capacidad de regeneración natural de los ecosistemas».
2. Satisfacer «las necesidades de las generaciones presentes y futuras».
3. Respetar los principios de integralidad y diversidad (art. 395, num. 1).
En el caso colombiano, aunque no se consagraron expresamente derechos de la naturaleza en la Constitución, estos han sido desarrollados a través de la interpretación de disposiciones de la Carta por parte de la Corte Constitucional. Por ejemplo, en Sentencia C-449/15 realizó la siguiente precisión:
en la actualidad, la naturaleza no se concibe únicamente como el ambiente y entorno de los seres humanos, sino también como un sujeto de derechos propios, que, como tal, deben ser protegidos y garantizados. En este sentido, la compensación ecosistémica comporta un tipo de restitución aplicada exclusivamente a la naturaleza. Postura que principalmente ha encontrado justificación en los saberes ancestrales en orden al principio de diversidad étnica y cultural de la Nación.
La naturaleza, desde esta perspectiva, es un sujeto de derechos, los cuales ejerce por medio de sus representantes al no poder expresarse de forma autónoma. En esos términos lo dice el alto tribunal en el ámbito de la protección al río Atrato: «esta teoría concibe a la naturaleza como un auténtico sujeto de derechos que deben ser reconocidos por los Estados y ejercidos bajo la tutela de sus representantes legales» (Sentencia T-622/16). De esa forma se estipuló que los representantes serían, en ese caso, delegados de las comunidades étnicas[4] que habitan en la cuenca de dicho río en Chocó y el Gobierno nacional[5], quienes diseñaron y conformaron una comisión de guardianes del río Atrato[6].
En sus pronunciamientos, el alto tribunal constitucional centra su atención en el concepto de naturaleza más que en los de Pachamama o Madre Tierra, sin preocuparse por diferenciarlos o equipararlos; a veces los utiliza indistintamente. Como sea, las referencias a estas nociones son marginales. En el siguiente ejemplo se puede apreciar una excepción a la regla general de exclusión:
Así las cosas, en nuestro constitucionalismo ―que sigue las tendencias globales en la materia―, el medio ambiente y la diversidad han adquirido progresivamente valiosas connotaciones socio-jurídicas. Sin embargo, no ha sido un proceso fácil: la evolución conceptual del derecho a la par del reconocimiento de la importancia de la «Madre Tierra» y sus múltiples componentes frente a la estrategia del desarrollo sostenible han sido producto de un proceso complejo y difícil que aún genera controversia al intentar conciliar a un mismo tiempo tres elementos: el crecimiento económico, el bienestar social y la protección del medio ambiente en el entendido que esta conjugación permita la posibilidad de aprovechamiento sostenible de los recursos en el presente y en el futuro (Sentencia T-622/16).
Lo mismo se puede afirmar de los pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia, donde la naturaleza es el sujeto central del discurso jurídico. En 2018, el máximo organismo de la jurisdicción ordinaria afirmó que, pese a los compromisos internacionales, la abundante normatividad interna y la jurisprudencia, el Estado no ha enfrentado de manera efectiva el problema de la deforestación en la Amazonía:
Por tanto, en aras de proteger ese sistema vital para el devenir global, tal como la Corte Constitucional declaró al río Atrato, se reconoce a la Amazonía Colombiana como entidad, sujeto de derechos, titular de la protección, de la conservación, mantenimiento y restauración a cargo del Estado y de las entidades territoriales que la integran (Sentencia STC4360-2018).
Estos son solo dos ejemplos del reconocimiento, la exigibilidad y la justiciabilidad de los derechos de la naturaleza en el constitucionalismo latinoamericano contemporáneo. Hay que precisar que, como pasa con los demás derechos, los Estados se encuentran en deuda frente a su eficacia. Los avances en la protección de los derechos de «otra naturaleza» son más evidentes en los Estados de Bolivia y Ecuador, advirtiendo que no se puede desconocer la tensión que también persiste entre naturaleza y modelos de desarrollo en estos dos países.
Conclusiones
Contra el liberalismo económico emerge, sobre todo en algunos Estados de América Latina, un nuevo paradigma social y económico que promueve formas sensibles y conscientes en las relaciones entre el ser humano y el mundo vital. De esa forma se proponen modelos de desarrollo alternativos (locales, comunitarios, tradicionales), dentro de los cuales se construyen vínculos respetuosos y armónicos entre las personas, entre estas y la naturaleza, y con las generaciones futuras. La integralidad es el principio que rige estos lazos y realidades.
Estos modelos de desarrollo alternativos se legitiman en el Estado ambiental de derecho y en la Constitución Ecológica, poniendo en el centro del debate la preocupación por el devenir de la naturaleza y el futuro de las especies. Igualmente, el reconocimiento de «otros» derechos en las constituciones asegura, de alguna forma, su garantía y efectividad. Así, los derechos de la naturaleza, de la Madre Tierra, del ambiente y de las generaciones futuras encuentran en los Estados y en sus cartas magnas una oportunidad formal para optimizarse. Lastimosamente, la realidad material no es favorable para la protección de tales derechos y de los espacios de vida.
Especialmente, el paradigma del sumak kawsay o buen vivir nace en el constitucionalismo latinoamericano para concebir a la naturaleza y Madre Tierra como entidades vivas y con propios derechos. Dicha concepción es taxativa en las constituciones de Ecuador y Bolivia, mientras que en otras ha sido producto del activismo judicial, en cabeza sobre todo de los tribunales constitucionales, como en el caso colombiano. Desde esos campos, el buen vivir se traduce en concreto en la planificación del desarrollo; en un progreso responsable, sostenible y sustentable; en la distribución equitativa de los recursos y la igualdad material; en la protección de la Pachamama, la naturaleza y el ambiente, entre otros. Sin embargo, no se trata solo de una retórica filantrópica; debe ser una realidad pragmática.
Para el paradigma del buen vivir es de especial interés la Pachamama, espacio en el que se desarrolla el mundo vital del ser humano, de las generaciones presentes y futuras y de los demás seres y especies. La Pachamama o Madre Tierra así considerada es un sujeto de derechos, reconocida tímidamente en las constituciones de Bolivia, Colombia y Ecuador. Su existencia, sus procesos evolutivos y sus ciclos vitales, aparatos y órganos deben obtener garantía y protección efectiva para lograr el equilibrio y la integralidad existencial.
Declaración de aspectos éticos
Al tratarse de un trabajo cuyo objeto de estudio son los derechos de las comunidades y pueblos indígenas, se debe tener en cuenta en todo momento el principio de diversidad étnica y cultural y el enfoque étnico, reconocidos en la Constitución Política de la República de Colombia de 1991 y en el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales de 1989 (Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2014). En este sentido, en el desarrollo del proyecto de investigación (Creación del observatorio de derechos étnicos, especialmente indígenas, en el Distrito de Bogotá D. C.) se debieron respetar sus formas de vida, cultura y derechos colectivos fundamentales.
Además, el respeto por los derechos de autor es un imperativo pues cada idea, expresión y aporte de las fuentes citadas debe evidenciarse en los textos derivados del proyecto. Igualmente, la confidencialidad de las fuentes, la reserva de la información y de los documentos no abiertos al público deben mantenerse.
Para asegurar ese componente ético, los investigadores y colaboradores del proyecto circunscriben su trabajo en el marco de la Constitución y demás normas pertinentes. Ello será una garantía de un trabajo moralmente adecuado.
Contribuciones del autor
Adrian Zeballosf-Cuathin: investigación y redacción del documento.
Declaración sobre conflictos de interés
La investigación no fue influenciada en ninguna de sus fases de desarrollo por agentes o intereses externos o por agentes o intereses personales del equipo de investigación. Por esta razón se mantuvieron incólumes la rigurosidad y la objetividad en la obtención de los resultados. Se insiste en que el proyecto se desarrolló bajo estrictos cánones éticos.
Agradecimientos
A la Dirección de Investigaciones de la Universidad La Gran Colombia por la aprobación del proyecto de investigación y por el apoyo constante en la elaboración y revisión de los productos de investigación.
Al Semillero de Investigación de Estudios Constitucionales, Derechos Humanos Colectivos y Fundamentales, adscrito a la Facultad de Derecho de la Universidad La Gran Colombia.
Al Movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (AICO), por el apoyo recibido.
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Notas
Información adicional
Cómo citar este artículo: Zeballosf-Cuathin, A. (2023). Modelos de desarrollo, el buen vivir y derechos de «otra naturaleza». El caso de Bolivia, Colombia y Ecuador. Jangwa Pana, 22(3), 1-13. doi: https://doi.org/10.21676/16574923.5159
Información adicional
redalyc-journal-id: 5880