Dossier: Globalización (parte 1)

(De)folclorización del Caribe colombiano: el caso de una escuela pública de cine

(De)folklorization of the Colombian Caribbean: the case of a public film school

Camilo Aguilera Toro
Universidad del Magdalena, Colombia

(De)folclorización del Caribe colombiano: el caso de una escuela pública de cine

Revista Jangwa Pana, vol. 22, núm. 3, pp. 1-15, 2023

Universidad del Magdalena

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Recepción: 16 Marzo 2023

Aprobación: 04 Mayo 2023

Resumen: En Colombia, el Caribe ha sido una de las regiones más intensamente invocadas a propósito de la llamada identidad nacional. La invocación suele hacerse en clave cultural (casi siempre de carácter rural y popular), bajo la idea del Caribe tropical, régimen simbólico que subsume la cultura en folclor y que permea, inclusive, las propias formas en que el Caribe se autonombra. Permeabilidad, sin embargo, no excluye la existencia de autorrepresentaciones disidentes. En este artículo interesan unas y otras tomando como caso de estudio las películas estudiantiles de la única escuela de cine de la región: aunque algunas permanecen alineadas a la idea del Caribe-folclor, la mayoría explora en la cultura su dimensión histórica, revelando algunas de las tensiones que la constituyen.

Palabras clave: Caribe colombiano, cultura, cultura popular, audiovisual, escuela de cine.

Abstract: In Colombia, the Caribbean has been among the regions most intensely invoked regarding the so-called national identity. References are usually made in a cultural code (almost always of a rural and popular nature) based on the idea of the tropical Caribbean, a symbolic regime that subsumes culture in folklore and permeates the very ways in which the Caribbean names itself. Permeability, however, does not exclude the existence of dissident self-representations. This article considers both instances when taking student films of the only local film school as case studies. Although some remain aligned with this idea of Caribbean folklore, most explore their historical dimension within culture, revealing some of the tensions that make it up.

Keywords: Colombian Caribbean, culture, popular culture, audiovisual, film school.

Introducción

Hiperrepresentaciones del Caribe

Este artículo forma parte de una investigación más amplia en torno a la producción audiovisual estudiantil de la escuela de cine de la Universidad del Magdalena, con sede en Santa Marta, capital del departamento del Magdalena[1]. El propósito de este texto es analizar parte de esa producción audiovisual a la luz de un fenómeno específico que en el caso de la región Caribe se manifiesta de manera especial: la tensión, en el terreno de la cultura, entre centro y periferias.

En un país tan acentuadamente centralista como Colombia, no sorprende que una sola región haya tendido a monopolizar la acción de nombrar tanto a sí misma como a otras. Todo centralismo suele implicar la concentración en la ciudad capital de las industrias culturales de un país, y el caso colombiano no es distinto: de lejos, Bogotá agrupa la mayor porción de industrias culturales en sectores como el cine, la televisión, el video, las editoriales, el internet, etc. Así pues, resulta difícil soslayar tal asimetría a la hora de estudiar la manera como una escuela de cine de provincia ha visibilizado la región de la que forma parte.

¿Cómo hablar de sí en medio de tantas imágenes capitalinas del Caribe colombiano? Piénsese por ejemplo en las forjadas durante décadas por la industria capitalina del melodrama televisivo. Desde el periodo que dio inicio al desarrollo industrial de la televisión en el país (años 80 del siglo pasado), el Caribe como tema ocupó un lugar preponderante, y aún hoy, casi medio siglo después[2], continúa siendo un referente indispensable de las telenovelas de mayor audiencia. Se trata de producciones que recrean el Caribe y en especial ciertos aspectos no fortuitamente elegidos: ídolos musicales y deportivos, el Carnaval de Barranquilla, personajes que encarnarían la “costeñidad”, etcétera[3].

¿Qué decir de sí en medio de tanta visibilidad? Y, además, ¿cómo hacerlo cuando, como ocurre con el Caribe, lo regional resulta escalado a la categoría de identidad nacional? Tal fue el caso de la cumbia, género musical del Caribe que, producto de un agenciamiento específico que Peter Wade (2002) explora en detalle, acaba siendo nacionalizada en tanto definida como música colombiana. No ha sido distinto con otras músicas y manifestaciones culturales del Caribe: el porro, el Carnaval de Barranquilla, el sombrero voltiao, el vallenato, etc. Si bien la nacionalización de lo regional no es un fenómeno exclusivo del Caribe colombiano, tal vez ninguna como esa región ha sido tan recurrida[4].

Como sostiene Peter Wade, el proyecto ideológico de construcción de la llamada identidad nacional en Colombia se ha debatido, como en tantas otras naciones, entre las ideas de homogeneidad y heterogeneidad cultural, dos polos solo en apariencia antagónicos:

En Colombia el discurso oficial sobre la nación, o cualquier otro discurso público sobre el tema, contiene referencias tanto a la supuesta homogeneidad lograda mediante siglos de mestizaje físico y cultural como a la impresionante diversidad etnográfica de un país de regiones. (Wade, 2002, p. 7)

El polo de la diversidad etnográfica ha consistido en codificar e idealizar “las culturas campesinas como parte del proceso de construir una nueva cultura nacional” (Wade, 2002, p. 5). El melodrama televisivo capitalino antes referido coincide con los rasgos del segundo polo ya que desempeñó, desde los años 80 del siglo XX, un papel esencial en la masificación de una representación mistificadora del Caribe colombiano.

La televisión, sin embargo, solo parece recorrer el sendero ya trazado por otros medios y discursos que José Antonio Figueroa (2009) estudia: desde los años 70, “influyentes sectores del Partido Liberal, periodistas, miembros de las élites locales […] y folcloristas […] llevaron a cabo una campaña cultural que retrataba […] la costa Atlántica como el emporio del tradicionalismo, del pacifismo, del sensualismo y de la espontaneidad” (p. 19), campaña dentro de la cual la interpretación despolitizada de Cien años de soledad por parte de “folcloristas, narradores y críticos literarios” (p. 22) locales y capitalinos tuvo un rol protagónico, como también lo hizo la promoción del vallenato como música regional y posteriormente nacional.

Para Figueroa (2009), el “proyecto folclorista” (p. 22) del Caribe es la otra cara de un empeño de las élites económicas por consolidar su poder local, amenazado en ese momento por los procesos de recuperación de tierras de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), cuya fuerza en el Caribe era notable desde los años 70. Para el autor, no es fortuito que ciertas élites intelectuales retrataran “la costa Caribe colombiana como el espacio tradicional por antonomasia en un momento en el cual se estaba llevando allí la más importante movilización campesina del siglo XX” (p. 22). En medio de ella, “élites nacionales y regionales de Colombia se inspiraron en el espacio rural del Caribe para crear y promover una serie de imágenes tropicales que impactarían en los nuevos sentidos de identidad nacional” (p. 101).

La nacionalización del Caribe hace que cobre un sentido especial el interés del presente artículo por la imagen de sí que agencia quien ha sido hiperrepresentado. Interesa conocer qué tanto la imagen de sí empalma o desencaja con las producidas desde el centro. ¿Predominan, como en tantas representaciones capitalinas, el interés por el paisaje y por temas culturales: músicas, danzas, fiestas, ídolos populares, etc.? ¿Cómo y desde dónde son abordados? ¿A(de) qué otros temas resultan (des)articulados?

Imágenes de cultura

Las preguntas planteadas recogen el marco de interés en este artículo: identificar las imágenes del Caribe que las películas construyen y, a partir de allí, focalizar la atención en aquellas que incorporan temas ligados a la cultura. Antes de ello es preciso advertir la relatividad de los conceptos mencionados y precisar las perspectivas desde las que este trabajo los aborda.

De un lado, aunque en el Caribe colombiano, más usual y coloquialmente denominado “la costa”, es posible reconocer ciertos elementos culturales comunes, es claro que se trata de una extensa región (alrededor del 10 % del territorio nacional) cuya diversidad cultural difícilmente se agota en significantes como Caribe o la costa. Cabe advertir, por tanto, el carácter arbitrario de esas denominaciones pues tienden tanto a encubrir las diferencias culturales entre subregiones como a naturalizar las representaciones institucionales que un Estado centralista como el colombiano ha construido de los territorios bajo su jurisdicción. El Caribe es asumido aquí ―de la mano de Wade (2002) y Figueroa (2009) ― como un constructo social, y es desde esa perspectiva que deberían interpretarse esos términos en el artículo.

De otro lado, y para efectos del ejercicio de análisis aquí propuesto, la noción de cultura es abordada desde su “concepción simbólica o semiótica”, en tanto conjunto de “complejos sistemas de signos que organizan, modelan y confieren sentido a la totalidad de las prácticas sociales” (Giménez, 2005, p. 68), sean esos signos somáticos, verbales, icónicos, sonoros, espaciales, etc. La cultura, desde esa concepción, “es el mundo de las representaciones sociales materializadas en formas sensibles”, esto es, “formas simbólicas” que comprenden “no solo la cadena fónica o la escritura, sino también los modos de comportamiento, prácticas sociales, usos y costumbres, vestido, alimentación, vivienda, objetos y artefactos, la organización del espacio y del tiempo en ciclos festivos, etcétera” (Giménez, 2005, p. 68).

En cuanto a las películas que se encuadran en tal delimitación conceptual, a continuación se detallarán sus títulos y características. Sin embargo, como paso previo, conviene situar el corpus de análisis dentro del acervo del que forma parte y precisar las decisiones metodológicas tomadas para el desarrollo del análisis.

El acervo audiovisual estudiado fue producido entre 2002 (nacimiento de la escuela de cine de la Universidad del Magdalena) y el año 2020 (fecha de corte del estudio del que deriva este artículo). Durante ese lapso, los estudiantes de la escuela produjeron, al menos, 272 películas[5] de corto metraje de tipo argumental, documental o animación. De estas obras, 197 fueron catalogadas de acuerdo con diversidad de aspectos: temas, narrativas y tratamientos audiovisuales.

El primer nivel de análisis ―temas― fue esencial para el análisis aquí propuesto dado que incluyó la elaboración de una sinopsis por cada obra y la construcción de un tesauro compuesto de 89 descriptores temáticos. El segundo nivel, entretanto, implicó una caracterización de algunos recursos narrativos utilizados desde la perspectiva analítica propuesta por Bordwell y Thompson (1995): uso de la figura del héroe, estructura narrativa, tratamiento del tiempo, entre varios otros aspectos. De su lado, el tercer nivel incluyó, también a partir de los recursos ofrecidos por el modelo analítico de Bordwell y Thompson (1995), la identificación de los rasgos formales de cada película en cuanto a su tratamiento de la fotografía, el sonido y el montaje.

El tesauro, herramienta metodológica esencial para la selección de la muestra de análisis, permitió mapear temáticamente el archivo a partir de la creación de descriptores de contenido. Así, de acuerdo con el alcance temático de cada película, podía ser identificada con uno o varios descriptores que posteriormente, en aras de construir una muestra de análisis, fueron agrupados en áreas temáticas de mayor amplitud: cultura, trabajo, género y sexualidad, pobreza, y violencia. Cada uno de ellos reúne diversidad de asuntos. En cuanto al de mayor afinidad con el tema que aborda este artículo, se examinó una muestra conformada por 16 películas (Tabla 1).

Tabla 1
Muestra de análisis
PelículaAñoPrácticas culturales
La brujita2009Compositor musical/música y brujería
Pregones samarios2009Pregoneros de barrio/oficio
Esperando el milagro2011Bailarina de danzas “folclóricas” /danza
Aracataca: Macondo sin el nobel2012Gabriel García Márquez/literatura
La concha de trapo2014Brujería/ritual, etc.
San Agatón, un santo borrachón2014Celebración de San Agatón/religión
El arte en movimiento2014Baile urbano/danza
Arepa ‘e huevo2015Arepa ‘e huevo/gastronomía
El arte de lo oculto2016Brujería y esoterismo/ritual
Tesoro samario2016Rasgos culturales y naturales de Santa Marta
Oculta, el resurgir de mi guacherna2017Guacherna/música-baile
Pijama ‘e palo2017Cultura mortuoria
Mompoj2017Celebración del Nazareno del Otro Mundo /religión
Una historia hecha a cuerdas2017Grupo de vallenato tradicional/música
Toumain Wayuu2017Cultura indígena
A pasos del mar2018Ballet/danza
Fuente: elaboración propia

Como se insistirá más adelante, en las películas prima el interés por manifestaciones culturales de fuerte arraigo histórico en el Caribe colombiano, siendo una minoría aquellas interesadas en expresiones culturales emergentes[6], por usar los términos de la clásica y seminal tipología propuesta por Raymond Williams (1997). En efecto, en el acervo estudiado prepondera el interés por las culturas dominantes, ya sean intensamente cultivadas en el presente, como por ejemplo la literatura de García Márquez en el documental Aracataca: Macondo sin el nobel (Acosta, 2012), o que se encuentren en proceso de decadencia (lo que Williams llamó cultura residual), como es el caso de la guacherna, un tipo de baile y música local que aparece tratado en el documental Oculta, el resurgir de mi guacherna (Flórez, 2017).

En cuanto a las culturas emergentes, la muestra de análisis solo contiene una película de ese tipo, dedicada a la práctica de street dance entre jóvenes de Santa Marta (el documental El arte en movimiento [Vesga, 2014]). La tipología de Williams (1997) permite identificar el tipo de prácticas culturales tematizadas en los filmes estudiados, pero no la manera en que son abordadas. A partir de aquí se seguirá este sendero.

Folclorización y documentación del Caribe colombiano

El análisis permite afirmar que existen tres modos dominantes en que la cultura es tratada. El primero y menos frecuente en el archivo corresponde a una visión para la que la cultura representa folclor, esto es, un conjunto de tradiciones de largo aliento y de origen rural que requerirían del esfuerzo de la sociedad y del Estado, especialmente de este último, para asegurar su preservación. Tal vez la película del archivo que mejor expresa esa concepción de la cultura es el documental Oculta, el resurgir de mi guacherna (Flórez, 2017), dedicado a un tipo de música y danza local que ―según una de las personas entrevistadas― es “patrimonio cultural de Santa Marta y el Magdalena” (Flórez, 2017). Esta obra es una cadena de testimonios ofrecidos por músicos, bailarines y cultores locales para quienes, como manifiesta uno de ellos, es necesario “mantener viva la bandera de nuestro folclor. […] Estamos tratando de que nuestras raíces no se pierdan” (Flórez, 2017).

Patrimonio cultural, folclor, raíces…: tal es la matriz de sentido desde la que el documental de Flórez llena de sentido la guacherna. Los términos usados revelan el enfoque desde el que esa música-baile es significada, y a ellos acuden todos los entrevistados. Uno en particular se refiere a la guacherna como “patrimonio intangible”, y otro, como “acervo cultural” especial dado que “Colombia ha sido un país bastante […] folclórico, pero Santa Marta ha sido una de las ciudades más importantes, imponentes y realmente conocidas en este ámbito folclórico con sus danzas folclóricas” (Flórez, 2017).

Esta “visión mistificada de la cultura regional” (Figueroa, 2009, p. 31) empalma con la delimitación de territorio al que la guacherna es asociada: “¡Que viva la guacherna samaria y magdalenense!”, exclama al final del documental una de las “cantadoras de música folclórica” (Flórez, 2017), adhiriendo a categorías regionales que, como el caso de Magdalena, responden menos a procesos culturales e históricos que a decisiones político-administrativas. De allí tal vez el uso de tecnicismos verbales para referirse a la guacherna como “patrimonio cultural”, “patrimonio intangible”, “acervo cultural”, etc., términos caros a los discursos institucionalizados de la cultura.

El tratamiento que la obra de Flórez hace de la guacherna se inscribe en ese discurso: se centra en argumentar la necesidad de preservarla, mientras ofrece poca información sobre su origen y menos aún sobre el proceso histórico que explica su desarrollo y pervivencia. En efecto, la cultura folclorizada implica su deshistorización, operación realizada por el documental en cuestión. Su intención tal vez explique sus limitaciones formales: la obra alterna, sin dar lugar a cualquier variación narrativa, testimonios orales y postales turísticas de las agrupaciones musicales ejecutando para las cámaras sus mejores performances.

Aunque con algunos matices, los documentales Arepa ‘e huevo (Corredor, 2015) y Una historia hecha a cuerdas (Díaz, 2017) parecen recorrer un camino parecido al de Flórez. En ambos la cultura resulta mistificada: en el primero, mediante la arepa de huevo preparada en Cartagena (departamento de Bolívar), y en el segundo, a través del vallenato de guitarra compuesto e interpretado en el municipio de Agustín Codazzi (departamento del Cesar). En ambos casos prima el discurso de la tradición y el rescate cultural.

De un tenor similar es Tesoro samario (Milián, 2016), documental que propone, por medio de un vox pop hecho a transeúntes del centro de la ciudad, una suerte de inventario de los “tesoros samarios”: “la gente, lo servicial que es”, “la bahía, que es la más hermosa de América”, “su turismo”, “sus playas: no todas las ciudades costeras tienen el privilegio de tener playas dentro de la ciudad”, “el Parque Natural Tairona”, “el sonido del mar”, “las montañas y la brisa”, “la Sierra Nevada de Santa Marta”, “los indios tairona”, “la cultura y la historia que uno vive y siente cuando camina por las calles del Centro”, “su arquitectura antigua”, etc. (Milián, 2016). Esta visión idealizada de Santa Marta ejemplifica bien el tipo de discurso edulcorado desde el que la cultura es significada.

El Caribe-folclor, sin embargo, es minoritario respecto del segundo modo dominante en que las manifestaciones culturales locales son abordadas. En lugar del discurso patrimonialista, este modo propone hacer una descripción de cariz etnográfico. Tal es el caso de Pregones samarios (Escobar & González, 2009), que documenta el trabajo de los vendedores que recorren los barrios populares de Santa Marta anunciando a viva voz todo tipo de frutas y verduras. En esta obra prima el interés por describir visual y sonoramente un fenómeno que vincula el trabajo informal con la gran riqueza oral e inclusive musical de los pregones.

El empeño de documentar, antes que el de adular, es común a Mompoj (Henríquez, 2017), que aborda la celebración del Nazareno del Otro Mundo durante la Semana Santa en el municipio de Mompox, departamento de Bolívar, y a Pregones samarios, que busca captar la práctica cultural de la que se ocupa introduciéndose en los tiempos y espacios en que ella ocurre y no, como sucede en las películas de Flórez (2017) y de Díaz (2017), pidiendo que ella “actúe” ante cámara. En lugar de la postal turística, este tipo de películas echa mano de ciertas claves formales del cine directo (lo que Bill Nichols [1997] llama documental de observación): la contemplación dilatada de las acciones filmadas, el uso de la cámara en mano, la utilización exclusiva del sonido captado en los lugares de grabación, etc. En el caso de los documentales referidos, la observación es alternada con testimonios orales que parecen resultar más de la conversación que de la entrevista.

Del mismo tenor es el documental Pijama ‘e palo (Barragán, 2017), dedicado a una manifestación de la cultura mortuoria de Atánquez, poblado indígena kankuamo (departamento del Cesar), donde es costumbre que los mayores se preparen para la muerte pasando a guardar en sus casas el féretro en el que serán velados. “Lo hace uno para prepararse, para estar listo”, dice uno de los testimonios recogidos. Otro afirma: “Yo duermo en la casa […] solita a veces, oscuro a veces, y ese cajón no me da miedo”. El féretro, en la mayoría de casos, es pedido en préstamo a la familia de otro mayor, quien, a su vez, antes de morir, lo consiguió prestado de otra familia: “Esa es una cosa que vale plata, y muchas veces se mueren y no hay con qué comprar la caja. […] Mínimo la prestan un mes. No se puede pasar: al mes tienen que devolver la caja”, dice otro de los testimonios. Así, el féretro pasa de una casa a otra al ritmo en que un mayor siente que la muerte se aproxima: “Ando en 86 años. ¡Saca la cuenta pa’ ve’!” (Barragán, 2017).

En cuanto al modo como una manifestación cultural es abordada, A pasos del mar (Muñoz, 2018) es un documental que coincide con los últimos mencionados. Se ocupa de dos bailarinas de ballet, indagando en ellas el sentido que atribuyen a la práctica de ese tipo de danza. La obra alterna testimonios orales de las bailarinas con imágenes de ellas practicando ejercicios de ballet tomadas en medio de la cotidianidad de una academia de danza. Tanto en los testimonios verbales como en los corporales se encuentra ausente la pretensión de patrimonializar el ballet, ausencia que se hace aún más evidente con la introducción de secuencias poéticas en el que el mar y la danza resultan visualmente asociadas, de manera que el movimiento del cuerpo parece confundirse con el de las olas.

Culturas densas

El siguiente conjunto de películas encara la cultura de un modo distinto a los que hasta ahora se han identificado: en lugar de mistificarla o caracterizarla apaciblemente, la aborda en su dimensión histórica. Más que producto, estas películas tratan la cultura como procesos abiertos a las transformaciones y los conflictos. Tal es el caso de San Agatón, un santo borrachón (Prado, 2014), documental que, lejos de presentar la adoración de ese santo como un sistema cerrado e idílicamente armónico, propone una aproximación bastante rica a una de las fiestas populares más conocidas de la ciudad de Santa Marta que toma lugar en el tradicional barrio de Mamatoco. La obra traza un puente entre cultura e historia: si bien no aspira a construir una historia pormenorizada de san Agatón, sí lo aborda aludiendo al pasado y, en particular, a las transformaciones que la celebración ha experimentado. A propósito de la estatua que representa al santo, una devota entrevistada cuenta que

el san Agatón legítimo de aquí, el que era san Agatón, […] se lo robaron. Entonces lo reemplazaron con este santo. El san Agatón viejo era pequeño y era negrito ―me contaban mis abuelos […] porque yo no lo conocí― y después lo reemplazaron por este. (Prado, 2014)

En lugar de presentar la celebración del santo como una tradición inmutable, el documental pone de relieve su relatividad histórica, mostrando en este caso que la actual correspondería a una versión blanqueada de san Agatón. Otra transformación de la celebración que el documental revela es la carnavalización de la adoración del santo:

Aquí ahora hay mucho desorden con san Agatón, principalmente en la procesión. Entonces lo bailan, le echan ron, le echan de todo, y eso no debe ser así porque él es un santo: no es cualquier cosa. Entonces, ¿qué ha pasado con eso? Que yo no voy a la procesión porque yo soy mano larga y un día le pegué a uno en la procesión. (Prado, 2014)

La treta se originó de los reclamos desatendidos de la devota hacia otro integrante de la procesión que, eufórico, lanzaba ron y harina sobre el santo. La devota relata esa riña en tono grave y, sin embargo, se permite sonreír fugazmente en medio de la narración, tal vez anunciando la manera fecunda en que el documental se aproxima a una manifestación cultural que hibrida lo sagrado y lo profano y que, desde el primer testimonio de la obra, ofrecido por alguien identificado como “historiador y habitante” del barrio, ya parece anunciar:

Muy curiosamente, san Agatón no es al patrono oficial de Mamatoco. El patrono oficial es san Gerónimo. Por eso es que la iglesia está abocada a san Gerónimo de Mamatoco, pero san Gerónimo no llena esas características que sí llena Agatón. Agatón es querido por el pueblo. Es cercano al pueblo. (Prado, 2014)

Popular, sagrada y profana: tal es el carácter sincrético de la celebración de san Agatón, no en vano cada vez más dotada de ingredientes carnavalescos. “Ahora la celebración de san Agatón la hacen coincidir con la celebración de los carnavales”, asegura uno de los entrevistados (Prado, 2014). De nuevo, el documental pone en evidencia el carácter voluble de la cultura y, por tanto, la arbitrariedad que le es propia.

Además de algunas transformaciones experimentadas por la celebración, el documental expone algunos de los conflictos que la caracterizan. Uno de ellos aparece en escena cuando el sacerdote, desde el púlpito de la iglesia, se dirige a la feligresía en los siguientes términos: “Si san Agatón le hace honor al nombre, porque Agatón significa bueno y porque él en sí es un hombre bueno, ¿cómo compaginar que san Agatón es un santo borrachón?” (Prado, 2014). Ante la pregunta, alguien de entre los feligreses ríe, y de inmediato el sacerdote replica:

A mí eso no me da risa. A mí me da pesar. Corrijan el concepto: corríjanlo en la mente y corríjanlo en el corazón. […] Nunca más, nunca más vuelvan a repetir, a fuerza de costumbre, a fuerza de tradición, que san Agatón es un santo borracho. Cuando a usted le pregunten quién es san Agatón, ¡digan que san Agatón es el hombre de la caridad, que san Agatón es el hombre del servicio, que Agatón es el hombre bueno, que Agatón es el hombre de la eucaristía, […] que Agatón es el hombre que defiende la Iglesia, que Agatón es el hombre que propugna por la unidad de la Iglesia! (Prado, 2014)

En lugar de la mera celebración de lo culturalmente propio, el documental recrea los desacuerdos que la adoración del santo genera. El carácter mundano de una celebración consagrada a un santo “borracho” y la incorporación en el ritual de recursos como la harina y la espuma hablan de una manifestación cultural mucho más rica que la narrativa celebratoria del folclor y la patrimonialización.

Aún más interesante resulta que el mismo sacerdote, presentado al inicio del documental como defensor del canon religioso, revele más adelante posturas moderadas y aporte reflexiones que acaban legitimando el ánimo festivo de la celebración:

Esta fiesta sagrada está inmersa en un ámbito profano. […] Hay una mezcla supremamente extraña entre lo sagrado y lo profano, y esa extrañeza resulta de la tradición y de la costumbre. Eso hace que se convierta en una devoción extraña porque hay una fusión entre las dos cosas. (Prado, 2014)

Llama la atención que en este testimonio aparezcan opuestos, de un lado, lo sagrado y, de otro, la tradición y la costumbre. En efecto, el documental pone de relieve los aspectos paradójicos de los procesos culturales, abordando las tensiones que los constituyen.

También el argumental Esperando el milagro (Robert, 2011) aborda la cultura sin mistificarla. La película cuenta la historia de un hombre que prometió al pueblo del que fingía ser su párroco resucitar tres días después de su muerte. Sus feligresas creen fielmente en la promesa y, contra la voluntad de muchos pobladores, han logrado extender el velorio hasta el tercer día. Su anfitriona es una mujer joven de expresión desconsolada y cuya importancia en el relato resulta decisiva. El inusual velatorio ha dividido al pueblo en dos: sus feligresas lo ven como un “enviado de Dios” y confían en que “el milagro” se consumará, mientras que sus detractores lo recuerdan como un “sinvergüenza”: “¡Allá estaba siempre metido donde don Calisto y en el barrio Doña Ramona!” (Robert, 2011). Ante la acusación, una de las feligresas revira con firmeza: “¡Si él iba a esos lugares de perdición, era para rescatar ese montón de almitas […] perdidas en la depravación y el pecado que hay en este pueblo! ¡Como ciertas personas que no digo su nombre, pero estoy mirando!” (Robert, 2011).

La última línea del parlamento es pronunciada mientras la feligresa dirige su mirada hacia la anfitriona del funeral, quien, tras la encendida incriminación, baja su vista y sale corriendo del lugar. La policía, que ha hecho presencia en el velatorio, intenta dirimir la pugna, pero parece inútil, y uno de los detractores del “cura” acaba acalorando aún más el altercado: “¡Lo que deberíamos hacer es echarle sal y prenderle candela! ¡¿Enviado de Dios?! ¡Enviado del Diablo!” (Robert, 2011). Los ánimos se caldean aún más y las partes amenazan irse a las manos, ante lo cual la policía interviene con severidad haciendo un tiro al aire y, sin ambages, resuelve que el cadáver debe ser inmediatamente sepultado en el cementerio.

Tras la extraña romería con escolta policial, las feligresas intentan evitar el sepulcro ocupando la tumba. Enseguida, la policía intenta disuadirles, ocasión que los detractores aprovechan para raptar el féretro y llevarlo a un río, donde es arrojado. La corriente lo arrastra, pero la policía va tras él y al fin logra rescatarlo, llevándolo de regreso al pueblo. Allí, frente a la iglesia, de repente, el ataúd comienza a agitarse, con lo que, pese a todo, la promesa parece cumplirse, solo que de manera inusitada: el cura ha “resucitado” encarnando un cerdo, lo que no es motivo para que las feligresas dejen de asegurar que “¡el milagro se dio!”, mientras que uno de sus detractores, en cambio, vocifera con sarcasmo: “¡Yo sí sabía que ese cura era un cerdo!” (Robert, 2011).

Desde lejos, a bordo de un carro, el “cura” observa lo sucedido y ríe con cinismo. La joven anfitriona le ha visto; desde la distancia, él también le ve y se despide de ella. Durante la última escena de la película vemos a la joven corriendo en vano tras el carro en que el cura fingido se marcha del pueblo.

El desenlace trágico-cómico de Esperando el milagro (Robert, 2011) afirma el modo no folclorizante en que la cultura es encarada. El ejemplo más paradigmático de ello tal vez es la secuencia en que las feligresas adoran al cerdo y, en general, todos los aspectos de la película que revelan las contrariedades que suscita en el pueblo la promesa hecha por el falso cura; contrariedades de tipo religioso, aunque también de tipo moral, incluyendo tanto a detractores, quienes reclaman del “cura” sus andanzas en barrios de dudosa reputación, como a devotas, quienes impugnan las licencias amorosas de la anfitriona y de las que, en cambio, él resulta plenamente dispensado. Es llamativa en este caso la ambigüedad moral de las feligresas: severas con la joven e indulgentes con el “cura”. Esta flexibilidad moral de origen sexista constituye un factor cultural que acentúa aún más el tono desmitificador en que la película aborda lo religioso.

Por lo demás, así como lo sagrado resulta inquirido, también lo es la autoridad que la policía busca ejercer para conjurar la crisis. La policía (forma a menudo exclusiva en que el Estado hace presencia en la Colombia rural) cumple un papel crucial en el relato. Ya desde la segunda escena hace su aparición con media docena de policías llegando al pueblo a bordo de un campero. La escena sugiere que provienen de otro poblado, tal vez de mayor tamaño y del que la vereda depende administrativamente, lo que parece confirmarse durante la siguiente escena, cuando el comandante del grupo de policías ingresa al funeral llevando entre sus manos una carta en cuyo sobre lee en voz alta el nombre de su remitente; no en vano el nombre de quien con mayor empeño ha increpado a las feligresas.

Lo llamativo frente a la policía es que, si bien inicialmente las partes en disputa la reconocen como figura de autoridad (tanto las feligresas ofreciendo al comandante esmeradas explicaciones de lo sucedido como los detractores solicitando, de manera inclusive anticipada, su presencia en el lugar), no dudan en burlarla cuando sus intereses se ven amenazados. Esa dualidad entraña un valor especial pues habla tanto de la irrupción del Estado en la cultura como de la manera en que busca ser contrarrestada: las feligresas boicoteando el entierro y los detractores secuestrando el féretro y lanzándolo al río. Burlada, la policía pretende restaurar su autoridad sobre el destino del “cadáver”, lo que parece lograr librándolo de su naufragio. Sin embargo, esa autoridad se ve nuevamente resquebrajada cuando se ve al falso cura marchándose impunemente. Con la policía, la película articula a la cultura un elemento político que, como la religión, resulta profanado.

La cultura como espacio de divergencias también aparece, aunque en un registro diferente, en el documental El arte de lo oculto (Ramírez, 2016), que se ocupa de una práctica cultural abordando algunas de las tensiones que la constituyen. El tema, en este caso, es “la brujería”, como así la llama el narrador del documental, y en torno a la cual reúne tres perspectivas: la del vicario de la parroquia de la catedral de Santa Marta, la de una practicante de “magia blanca” (Ramírez, 2016) y la de la propietaria de una tienda esotérica.

Los testimonios, cada uno a su manera, revelan las tensiones culturales que están en juego en torno a la brujería. La principal de ellas tal vez sea el estigma que pesa sobre esa práctica y que aparece, de diferentes maneras, en cada una de las intervenciones: el vicario defiende la doctrina de la Iglesia católica y por tanto explícitamente reprocha la brujería; por su parte, la practicante y la dueña de la tienda esotérica se esfuerzan por definir sus oficios al margen de lo que ellas mismas llaman “magia negra” y, en general, de todo “mal” (Ramírez, 2016). Esta última postura es especialmente evidente en un aparte de la practicante de magia blanca: “por allá abajo también hay una señora que lee lo mismo que yo, pero que seguramente le dará miedo de salir en una cosa de estas” (Ramírez, 2016), refiriéndose a la propia grabación del documental.

La brujería también aparece tematizada en el documental La brujita (Reyes & Vargas, 2009), en el que la cultura, de nuevo, resulta encarada como un espacio de tensiones. La película cuenta parte de la historia de Moisés Antonio Coronado, un compositor musical originario de la ciudad de Barranquilla que alcanzó fama por su canción La brujita, guaracha que llegó a ser grabada en los años 60 por el reconocido músico colombiano Aníbal Velásquez. A pesar de ello y de su prolífica obra musical ―en el momento de la realización del documental sumaba alrededor de 300 canciones―, el compositor no ha encontrado el reconocimiento que quisiera, lo que constituye parte del conflicto alrededor del cual gira el documental.

Lejos de haber alcanzado fama, la obra muestra cómo Moisés vive con su esposa en un barrio humilde de la ciudad de Santa Marta, enfrentando quebrantos de salud derivados ―como él asegura― de haber sido embrujado. El motivo del maleficio sería la misma causa de su mayor éxito musical: La brujita. Según relata su esposa:

Desde que él compuso esa canción pasaron cosas sobrenaturales. […] Un día, como él no dormía en la noche porque se la pasaba con un chillido en la cabeza, él comenzó como a coger cosas en el aire y a cogerse con las manos la cabeza. […] Cuando en eso, […] yo veo una mujercita que pasa y nos dice: “¡Vayan a dormir!” […] Ha podido ser esa bruja que lo embrujó a él. (Reyes & Vargas, 2009)

Por medio de ese y otros tantos testimonios, el documental rehúye cualquier tipo de representación de la brujería como una práctica cultural decorativa que forme parte del mosaico variopinto de tradiciones inofensivas propias del folclor regional. Al contrario, es presentada como una práctica eficaz de efectos simbólicos y materiales tan concretos como la pérdida de fama, de riqueza económica y de salud.

Aunque con menor desarrollo temático que los ejemplos anteriores, el documental Toumain Wayuu (Montenegro & Ortega, 2017) también encara la cultura sin esencializarla. En este caso se pone en evidencia una tensión cultural que, aunque no logra mayor desarrollo (su duración es bastante corta), sí se logra introducir al presentar un abanico variado de visiones wayuu sobre el fenómeno de los jóvenes que migran de sus territorios hacia las ciudades.

La primera perspectiva es la de un mayor que lamenta el vaciamiento demográfico y cultural que experimentaría el pueblo wayuu: “Los jóvenes que se van de acá pierden sus costumbres, comienzan a andar en pantalones y se olvidan del guayuco” (Montenegro & Ortega, 2017). La segunda perspectiva concuerda con la anterior, pero ofrece un matiz: “Hay excepciones: hay gente que viaja a las ciudades y aún así vuelven y montan en sus burros. Aún por fuerza se esfuerzan en mantener sus costumbres”. La tercera perspectiva rompe con las anteriores y la ofrece un joven migrante: “La ciudad, digo yo, es conocimiento. Es conocer […]. Es conocer las ciudades […] para brindarles… Para venir con ideas para los wayuu” (Montenegro & Ortega, 2017). La cuarta visión, que también rompe con las dos primeras, es ofrecida por un mayor emigrante que no contempla retornar a su lugar de origen, mostrándose inclusive crítico y distante de su cultura de origen: “Como los wayuu compran a las señoras, entonces ellos las tienen como un servicio. Ellas hasta buscan la leña. El guajiro no sabe ir a buscar un palo. Más bien son ellas las que buscan la leña, el agua" (Montenegro & Ortega, 2017). La variedad de opiniones ofrece la posibilidad de que el espectador imagine los conflictos en juego.

Del mismo carácter de Toumain Wayuu (Montenegro & Ortega, 2017) es el documental Aracataca: Macondo sin el nobel (Acosta, 2012), que también trasciende el ánimo incondicionalmente celebratorio de la cultura. Su propio título ya anticipa el abordaje que ensaya. Aunque cumple con el canon de enaltecer la figura de Gabriel García Márquez (aún vivo en el momento en que el documental fue realizado), también la inquiere. De hecho, salvo uno, todos los testimonios recogidos en el documental realizan ambos movimientos. Una profesora de escuela, por ejemplo, comenta:

De Gabriel García Márquez sé que ha escrito muchas novelas, pero él se olvidó bastante de su pueblo […]. Él debería de venir a ver su cuna, aquí, su casa, donde él nació. Me gustaría, pero no, yo creo que ya es difícil que él venga aquí a Aracataca[7]. (Acosta, 2012)

La parte final del testimonio de la profesora coincide con el inicio de un zoom out que poco a poco deja leer una de las inscripciones que adornan la Casa del Telegrafista, lugar donde el escritor vivió sus primeros años de vida y en la que hoy funciona un museo: “Para nosotros solo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la suerte de nacer[8]” (Acosta, 2012). El documental, más adelante, vuelve a confrontar las palabras del nobel, esta vez por medio del testimonio de una estudiante:

Aracataca es Macondo. Aquí la realidad y la fantasía no están paralelas: se unen […] Aquí en mi colegio se respira literatura de Gabriel García Márquez en todos los rincones […] Aquí hay muchas frases de él. Una de esas frases la podemos ver en el mural que está llegando a mi institución y que dice que él sentía nostalgia por no poder estar en su pueblo… Pero no parece. Parece que son solo palabras. Se le olvidó que nació acá, que estas son sus entrañas, que esta fue la tierra que le dio todo lo que tiene. (Acosta, 2012)

Como en el caso de la profesora, la estudiante no ahorra halagos, pero tampoco reproches. Lo mismo ocurre en el testimonio que ofrece un pintor local:

No soy grande como él, no soy famoso como él, pero a través […] de sus mariposas amarillas, de Remedios La Bella, de sus grandes personajes, me dediqué a temprana edad a trabajar el arte y comencé a pintar al nobel […] Para una persona que ha pintado tanto en vida del nobel, bonito sería tener un retrato de él con su autógrafo. (Acosta, 2012)

El pintor, según relata, intentó encontrarse con el escritor en 2007, cuando García Márquez visitó Aracataca después de 24 años de ausencia:

Cuando ya faltaban dos días, me dediqué hasta en la noche y le di el final. […] En el cuadro, de 1,25 m por 95 cm, lucía el Gabo una chaqueta color tabaco, pero, a pesar de aquel fervor, de aquel entusiasmo que me invadía porque faltaban pocos días para su llegada […], acercarme a él fue imposible. (Acosta, 2012)

Los testimonios que el documental recoge van dejando clara una paradoja: para Aracataca ser una fuente de inspiración tan importante en su obra, el escritor resultaría demasiado ajeno a los pobladores del lugar al que dedicó tantas loas y gratitudes. Entrelazada a esa paradoja, queda en evidencia otra: la gloria del nobel no se compadecería con el aspecto ajado de Aracataca y del propio museo que le fue consagrado; singularidad que es visualmente explorada por la película por medio de un montaje pausado en que se suceden planos relativamente largos y esmeradamente planeados a juzgar por la prolijidad de encuadres y movimientos de cámara.

Además de las imágenes, el testimonio de la guía del museo también habla del deterioro. Ella, que no esconde el orgullo que le inspira ser cultora del escritor, sin embargo, matiza su entusiasmo con alusiones al abandono en que se encuentra la Casa del Telegrafista:

Cristo nació en Belén y por eso Belén es importante. Gabo nació en Aracataca y por eso Aracataca es importante. […] La importancia de la Casa del Telegrafista es que aquí vivió y laboró el papá de Gabriel García Márquez […]. Acá tenemos […] el telégrafo, las mecedoras que eran de los Márquez, una tinaja que era del coronel, al igual que su aguamanil, el perchero, los proyectores de cine… Pero ha sido un poco duro porque […] en este momento la Casa del Telegrafista se encuentra en un deterioro bastante, bastante notorio. (Acosta, 2012)

Los testimonios que el documental agrupa reúnen elogio y amonestación a la vez: el primero, dirigido a su obra, validada de antemano; la segunda, a su relación personal con Aracataca. La única intervención en que esa dualidad está ausente es la de un poeta extranjero radicado en el pueblo. Por medio de él, el espectador del documental conoce las ideas más azucaradas sobre el tema:

La gente es muy chévere aquí. Lo que más me gusta de Aracataca es la gente. Son gente muy cálida; gente muy bonita […] Hay personas que, perfectamente, se puede escribir sobre ellas […] Allí en la calle, cuando uno camina o cuando uno se sienta en el parque y mira alrededor, siempre hay personajes que destacan por su originalidad. Este es Macondo. (Acosta, 2012)

La perspectiva del visitante no es ironizada por el documental, pero es claro el contraste que acaba estableciendo entre el gringo y el resto de personas entrevistadas, todas propias de Aracataca (la profesora, la estudiante, el pintor y la guía turística). Este documental resulta un caso bastante especial pues se trata, contra lo que podría esperarse, de la única película del archivo que se ocupa de García Márquez y que, como se vio, trasciende el propósito meramente reverencial.

Otro caso en que la cultura también resulta problematizada es La concha de trapo (De La Rosa, 2014), película argumental animada que narra una historia de brujas que toma lugar en la Ciénaga Grande de Santa Marta. La película mezcla el stop motion y el uso permanente de travellings sobre una maqueta que recrea la ciénaga. Acompañan las imágenes la narración verbal de una mujer que intermitentemente aparece en cuadro y que, por su aspecto y ambientación, evoca el universo temático de la película. La mujer relata la historia de Ana, quien ha sido víctima de un embrujo que le impide parir a su bebé. Su victimaria es Silvia, quien ha ocultado en el cementerio del pueblo una vagina de trapo llena de “azufre, sal y ojo de muerto”, cociéndola con “un fuerte nailon que no deja nacer al niño” (De La Rosa, 2014). La madre de Ana “sale para el cementerio a destruir la brujería” y logra salvar la vida de su nieto, pero no la de su hija.

La narración verbal cumple el papel de desarrollar el relato, pero también el de conectar ese relato con asuntos aparentemente ajenos, sin que se explique al espectador la relación de ellos con la historia de Ana: temas de cuño ambiental, como cuando la narradora menciona de soslayo que “una pequeña poza es lo que queda de la Ciénaga Grande de Santa Marta”, recriminando que “los culpables son los que no reciclan”; temas políticos como cuando la narradora señala que “las llamas siguen alumbrando la bota de los terratenientes muertos por las vacunas”, y temas sociales como cuando se explica, a propósito de la muerte de Ana, que “era muy difícil que se salvara porque no hay un hospital digno para esa mujer” (De La Rosa, 2014). Se trata de asuntos cuya relación con la historia de Ana no opera en el interior del relato, sino en una dimensión contextual del territorio donde ocurre, la Ciénaga Grande, y algunos elementos que han caracterizado su historia reciente: la contaminación desmedida, el predominio del latifundio, la presencia de grupos guerrilleros que cobran “impuestos” (las localmente llamadas “vacunas”) a los latifundistas, la pobreza y el abandono estatal en temas como la salud.

Los temas a los que la brujería resulta articulada son mencionados apenas de soslayo y sin explicitar su conexión narrativa con el relato, dejando en el espectador la tarea de interpretar su significado y abriendo la posibilidad de hacer asociaciones entre dos universos paralelos: la brujería (núcleo de la diégesis) y la historia del territorio en que ella toma lugar (una extradiégesis signada por la pobreza, el menoscabo ecológico y el conflicto armado).

Empalmes y desencajes

Como se advertía al inicio del análisis, es notorio el interés temático de las películas estudiadas por manifestaciones culturales de largo aliento que perviven en el presente en forma dominante (culturas altamente producidas, distribuidas y consumidas) o como remanencia (culturas que perviven, pero cuyo aliento viene agotándose y en algunos casos amenaza con desaparecer). En ambas priman ―usando otro tipo de clasificación― expresiones de la cultura popular (la arepa ‘e huevo, la guacherna, san Agatón, los pregones de barrio, el vallenato, etc.), a despecho de las formas simbólicas propias de la llamada “alta cultura” (en la muestra de análisis, solo la escultura, el ballet y la literatura).

Por otro lado, es acentuado el interés por manifestaciones culturales ligadas a la música (incluida la danza) y a asuntos mágico-religiosos. Desde la perspectiva de los tipos de los temas elegidos, las películas estudiantiles de la Universidad del Magdalena acotan su interés por la cultura a sus manifestaciones locales, tradicionales y populares, lo que tiende a dejar por fuera del cuadro ―no huelga decirlo― expresiones culturales que tienen lugar más allá del Caribe colombiano, más allá de las tradiciones y más allá de las clases populares.

Los parámetros identificados ―lo local, lo tradicional y lo popular― constituyen el marco temático dominante del archivo estudiado. En cuanto al primero, llama la atención que rara vez las películas circunscriben las manifestaciones culturales de las que se ocupan a un contexto más abarcador como podría ser el Caribe colombiano en tanto unidad cultural más amplia. Al contrario, lo hiperlocal parece ser el criterio usado, lo que significa abordar una práctica cultural desde la perspectiva exclusiva de la manera en que se manifiesta en un territorio claramente acotado, dejando a un lado la posibilidad de vincular esa práctica cultural con otros territorios en que tienen presencia. En tal sentido, el acervo audiovisual analizado ofrece una mirada del Caribe distinta a la de acervos que ―como los estudiados por Wade (2002) y Figueroa (2009)― invocan manifestaciones culturales locales para consolidar simbólicamente la idea del Caribe colombiano y, al mismo tiempo, la de cultura colombiana.

Esta predilección por lo hiperlocal es común a buena parte de los archivos audiovisuales legados por las escuelas de cine en otras regiones del país y, en general, por todas las iniciativas regionales de producción audiovisual, incluyendo canales de televisión regionales y locales y productoras y colectivos audiovisuales. Basta echar una ojeada a los programas que dominan sus parrillas de programación (noticieros y magacines de estudio) para constatar el interés acentuado, casi exclusivo, en asuntos locales. El archivo de la escuela de cine de la Universidad del Magdalena replica algunas de las dinámicas propias del audiovisual llamado regional o local que, en concordancia con las políticas de regionalización de la televisión en Colombia, encaran primordialmente el papel de la autorrepresentación.

Un caso emparentado con el de la Universidad del Magdalena es el de Rostros y Rastros, programa de televisión producido por la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle, en la ciudad de Cali (Colombia), cuya tradición estilística audiovisual, como en el caso de la Universidad del Magdalena, pertenece primordialmente al cine. Rostros y Rastros, como suele ocurrir en Colombia con todas las experiencias de producción regional en el país, produjo imágenes, sonidos y palabras de la región de pertenencia, con especial énfasis en la ciudad de Cali. Igual que en el caso de la Universidad del Magdalena, Rostros y Rastros rara vez se ocupó de temas nacionales y mucho menos internacionales (Aguilera & Polanco, 2009). Al respecto, Jesús Martín-Barbero, acudiendo a la clásica fórmula lacaniana, afirma que Rostros y Rastros recorrió durante su existencia la etapa del espejo, quedando pendiente el paso a una etapa en la que lo propio resulta trascendido y que, desde su perspectiva, formaba parte del sentido mismo de la política de regionalización de la televisión en Colombia, de la cual el propio Martín-Barbero formó parte en el caso del suroccidente colombiano: “Hacer televisión desde el Valle [del Cauca] será […] no solo mirar el Valle, sino mirar desde el Valle el país entero” (Ochoa, 1994, p. 150).

La escuela de cine de la Universidad del Magdalena, como Rostros y Rastros, parece hasta ahora solo haber recorrido la primera etapa. En efecto, se trata de un archivo abrumadoramente regional en el que abundan, de un lado, la alusión a nombres de ciudades, pueblos, accidentes geográficos, personajes históricos locales y, de otro lado, la recreación de manifestaciones culturales locales: juegos, músicas, bailes, prácticas religiosas y profanas, acentos y jergas, etc. Inclusive, muchas de las películas argumentales que no explicitan los lugares en que se desarrollan los relatos (incluidas las producidas a partir de técnicas de animación) están cargadas de referencias locales: paisajes, acentos, sucesos, etc. Decir eso podría resultar insulso de no tener en cuenta que muchos archivos audiovisuales en el país, a diferencia del que aquí se analiza, han trazado el camino tanto de la autorrepresentación como el de la representación del otro, a ejemplo del mencionado caso de la industria bogotana de telenovelas.

Puede argüirse que la preferencia por lo regional responde a contingencias materiales: hacer películas es costoso y reducir la cobertura geográfica de los rodajes suele ser una de sus consecuencias. Sin embargo, es plausible pensar que dicha contingencia explique solo parcialmente el carácter regional del archivo del que se ocupa este artículo. El centralismo político también puede a ayudar a entender un fenómeno en que los relatos nacionales, e inclusive los internacionales, son reservados a la ciudad capital.

En cuanto al modo como la cultura es abordada, el análisis muestra tres formas dominantes: desde aquellas películas de tipo folclorizante alineadas al discurso turístico a partir del cual el Caribe colombiano ha sido históricamente representado, pasando por otras centradas exclusivamente en caracterizar una práctica cultural, hasta obras que destacan en la cultura su dimensión histórica. En el primer caso, la cultura resulta naturalizada, lo que significa decir que el sentido que se hace de ella es presentado como inevitable, incuestionable, necesariamente compartido por todos, mecanismo propio de la esencialización de la cultura que presenta lo arbitrario como natural, encubriendo el hecho de que “algunos grupos [buscan] imponer a otros sus 'definiciones de la realidad'” (Hammersley & Atkinson, 1994, p. 6). En tal sentido, es tan legítimo afirmar que una parte del acervo audiovisual estudiado empalma con la visión mistificada identificada por Wade (2002) y Figueroa (2009) a propósito de otros acervos culturales como indicar que otra parte de las películas estudiadas, la mayoría de ellas, establece una ruptura con esa visión, encarando la cultura desde matrices de sentido desde las que se reconoce en ella, en mayor o menor medida, su carácter arbitrario, contradictorio, conflictivo, vivo…

En efecto, la mayor parte de películas analizadas ve en la cultura un espacio rico en contradicciones: raciales en San Agatón, un santo borrachón (Prado, 2014) cuando muestra que la imagen actualmente adorada es la de un santo blanqueado; religiosas en El arte de lo oculto (Ramírez, 2016) cuando revela el estigma que pesa sobre la brujería; morales, sexuales y de género en Esperando el milagro (Robert, 2011) cuando se advierte la condescendencia de las feligresas hacia las licencias sexuales del “cura” y, en cambio, su implacable condena moral a la joven que resultó de él embarazada; étnicas y etarias en Toumain Wayuu (Montenegro & Ortega, 2017) cuando se ocupa de una cultura indígena socavada por el vaciamiento demográfico de sus nuevas generaciones; de clase social en Aracataca: Macondo sin el nobel (Acosta, 2012) cuando la distancia física entre el escritor, ya para entonces consagrado, y los pobladores comunes de Aracataca parece insalvable.

Algunas de esas mismas películas revelan, además, las tensiones culturales derivadas del choque entre tradición y modernidad. En San Agatón, un santo borrachón (Prado, 2014), por ejemplo, quedan en evidencia los conflictos desatados entre devotos por la introducción progresiva de elementos celebratorios que desdibujarían la solemnidad propia de la adoración de los santos. En Toumain Wayuu (Montenegro & Ortega, 2017), de su lado, la colisión entre valores tradicionales y modernos también es puesta en escena cuando toma forma, en el testimonio de un mayor wayuu emigrante, la crítica de la cultura patriarcal local y de su desigual división sexual del trabajo: “Como los wayuu compran a las señoras, entonces ellos las tienen como un servicio. […] El guajiro no sabe ir a buscar un palo. Más bien son ellas las que buscan la leña, el agua” (Montenegro & Ortega, 2017).

Esperando el milagro (Robert, 2011), por su parte, también hace palpables las contradicciones propias del encuentro entre dos realidades de naturaleza distinta: de un lado, la fe religiosa inquebrantable de las feligresas que confían en la promesa del “sacerdote” y, de otro, el procedimiento burocrático que la policía busca llevar a cabo para salvaguardar el orden legal. Este conflicto, del que también participan los detractores del “cura”, quienes pugnan por llevar a la hoguera el cadáver del falso párroco, pone en escena la presencia del Estado en los asuntos culturales de un remoto poblado del Caribe rural.

La película Esperando el milagro (Robert, 2011) es un caso especial para este análisis pues en ella aparecen con nitidez las evidencias que soportan el argumento cuya validez se intenta demostrar, esto es, lejos del tono laudatorio del discurso folclórico que presenta la cultura como lugar de encuentro, de identificación colectiva, de comunión social, esta obra la aborda como una trama compleja en que se pone de relieve la disparidad de significados que los personajes involucrados en la trifulca confieren a la situación y a los elementos que la componen: para las feligresas el “cura” es un santo en potencia; para los detractores, un simple impostor, y para la policía, en un sentido enteramente distinto, un cadáver cuya gestión legal y logística simplemente debe ser ejecutada.

También La concha de trapo (De La Rosa, 2014) resulta especial para este análisis en tanto aborda la cultura como un sistema abierto a la mediación y el entrecruzamiento con otros sistemas: la economía, la política, la guerra, la naturaleza… Esta operación recorre un camino opuesto al de la esencialización de la cultura en tanto conecta el mundo mágico de los personajes del relato con el mundo histórico en que la narración toma forma. De ese modo, la brujería resulta siendo sutilmente desmitificada, de modo que el “fuerte nailon que no deja nacer al niño”, entre otros elementos, podría ser interpretado como símbolo de otras formas de cercenar la vida: el despojo de tierras, el latifundio, el asesinato, la depredación ambiental…

En suma, buena parte de las películas analizadas encaran la cultura desde matrices de sentido que permiten simbolizar la región sin incurrir en la reproducción de estereotipos amansadores (tradicionalismo, pacifismo, sensualismo, espontaneidad, según los términos de Figueroa [2009)) y, por tanto, situándose al margen de un régimen simbólico que, despolitizando su cultura, tropicaliza el Caribe.

Declaración de aspectos éticos

La investigación que dio forma a este artículo no atentó contra ningún derecho de las fuentes consultadas para su elaboración en tanto estas se circunscriben a obras mediagráficas debidamente citadas y referenciadas.

Contribuciones del autor

Camilo Aguilera Toro: investigación, análisis y redacción del artículo.

Declaración sobre conflictos de interés

Manifiesto no tener conflictos de interés al realizar y publicar el presente artículo.

Agradecimientos

Gratitudes a la Vicerrectoría de Investigación de la Universidad del Magdalena, que financió el estudio que dio vida a este artículo, y al profesor Felipe Moreno por su rica interlocución; también a mi esposa e hijo por la paciencia y el apoyo.

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Notas

[1] Región ubicada en el norte del territorio colombiano y cuya costa es bañada por el océano Atlántico. Está formada por los departamentos de La Guajira, Magdalena, Cesar, Atlántico, Bolívar, Sucre y Córdoba, además de las zonas costeras de los departamentos de Antioquia y Chocó.
[2] Para una aproximación a las relaciones entre melodrama televisivo e identidad nacional, consultar Martín-Barbero (1992).
[3] Aquí algunos ejemplos de altísima audiencia que cubren las últimas cuatro décadas: Gallito Ramírez (1986), Caballo viejo (1987), Calamar (1989), Escalona (1992), La costeña y el cachaco (2003), Chepe Fortuna (2010), El Joe, la leyenda (2012), Rafael Orozco, el ídolo (2012), La Playita (2014), Diomedes Díaz, el Cacique de la Junta (2015), Pambelé (2017), Polvo carnavalero (2017), Los Morales (2017) y Tarde la conocí (2017).
[4] El Caribe forma parte de lo que podría llamarse periferias visibles: regiones simbólicamente periféricas, pero dotadas de una imagen reconocida nacionalmente, como no ha sido el caso de otras cuya articulación material y simbólica al país es precaria, especialmente aquellas alejadas de la región andina y del eje Cartagena-Barranquilla.
[5] Número que corresponde a las películas de las que existe al menos una copia en formato digital. El número real de películas producidas en ese lapso puede ser mayor en tanto la investigación identificó películas de las que no existe copia ni inclusive certeza sobre sus títulos, pero que las fuentes consultadas, los propios estudiantes, aseguran haber visto.
[6] Según Williams (1997), las culturas emergentes se caracterizan por plantear “nuevos significados y valores, nuevas prácticas” y, por tanto, constituyen “elementos […] alternativos o de oposición a los elementos dominantes” (Williams, 1997, pp. 145, 146).
[7] Cinco años antes de la realización del documental, en 2007, el escritor regresó a Aracataca tras 24 años. En ese año se cumplieron 80 años de vida del nobel y 40 de haber sido publicado Cien años de soledad.
[8] Se trata de un fragmento del libro autobiográfico Vivir para contarla, de autoría de García Márquez.

Información adicional

Cómo citar este artículo: Aguilera, C. (2023). (De)folclorización del Caribe colombiano: el caso de una escuela pública de cine. Jangwa Pana, 22(3), 1-15. Doi: https://doi.org/10.21676/16574923.5078

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