Sección general

Una arqueología de las piedras: estatuas y ancestros en el suroccidente colombiano. Una perspectiva decolonial[1]

An archaeology of the stones: statues and ancestors in the Colombian southwest. A decolonial perspective

Luis Gerardo Franco
Investigador independiente, Colombia

Una arqueología de las piedras: estatuas y ancestros en el suroccidente colombiano. Una perspectiva decolonial[1]

Revista Jangwa Pana, vol. 20, núm. 3, pp. 524-539, 2021

Universidad del Magdalena

Recepción: 15 Febrero 2021

Aprobación: 09 Diciembre 2021

Resumen: En este texto se intenta mostrar la carrera de la arqueología por la delimitación de las esferas de lo humano y lo natural en una región del suroccidente de Colombia. Así mismo, se avanza en una interpretación, de la mano de concepciones locales, que desajusta la oposición humano/natural mediante la cual se pretende un desplazamiento de la experiencia asociada a lo material en general y a las piedras en particular. La intención de este texto es aportar al cuestionamiento de las nociones arqueológicas con las que interpretamos el mundo en pos de realizar un desmarcaje de la marca colonial de los orígenes de la disciplina resaltando el rol que pueden desempeñar en este proceso las perspectivas indígenas y viendo cómo estas permiten generar un espacio de reflexión intercultural en el que es posible ampliar los procesos de colaboración en torno a proyectos decoloniales.

Palabras clave: ancestros, arqueología, Colombia, decolonial, piedras.

Abstract: This paper attempts to show the career of archeology by delimiting the spheres of the human and the natural in a region of southwestern Colombia. Likewise, we advance in an interpretation, hand in hand with local conceptions, that mismatch the human / natural opposition and pretend a displacement of the experience associated with the material. The intention of this text is to contribute to the questioning of the archaeological notions with which we interpret the world in order to carry out a decolonial demarcation of the colonial mark of the origins of the discipline highlighting the role that indigenous perspectives can play in this process and seeing how these allow the generation of a space for intercultural reflection in which it is possible to expand collaboration processes around decolonial projects.

Keywords: ancestors, Archaeology, Colombia, decolonial, stones.

Introducción

Las piedras tienen un peso significativo en la disciplina arqueológica. Podría incluso decirse que, así como nuestro planeta posee un núcleo de piedra que lo soporta, la arqueología esta soportada sobre un lecho de piedras. Su pretendido carácter como una disciplina dura, sólida, tendría su soporte en este lecho que le garantizaría edificarse sobre una base firme. Firmeza que además tiene la característica, y ya en terreno epistemológico, de poder ser una experiencia empírica. No en vano las piedras han estado en el centro de la razón arqueológica desde sus primeras preocupaciones. Así se ve en la preocupación del danés Christian Jürgensen Thomsen acerca de cómo organizar y exponer los artefactos del Museo Nacional de Dinamarca en el siglo XIX; preocupación que derivaría en la teoría de las tres edades, la cual es reconocida como la primera teoría arqueológica (aunque más bien fue un sistema cronológico de clasificación para la prehistoria europea). En esta teoría clasificatoria, las piedras están en la base sosteniendo lo que sería los futuros adelantos de la humanidad (y de la arqueología). Es así que la teoría de las tres edades está impregnada del espíritu del progreso y del adelanto tecnológico concomitante y sigue siendo la piedra angular del edificio arqueológico (Bahn, 2005, p. 199).

Por otro lado, las piedras son de aquellos materiales que por sus características aparecen recurrentemente en el registro arqueológico de muchos sitios excavados en donde se da la práctica común de seleccionar y separar las piedras de las piedras; es decir, elegir qué piedras tuvieron intervención y/o modificación humana (¿intencional?) y, por tanto, deben ser recolectadas y preservadas de aquellas que, por el contrario, son piedras “naturales” y, por tanto, deben descartarse. Esta práctica, o mejor, esta “política de recolección” (Haber, 2004) también tiene impregnado el espíritu del progreso, de la técnica y del avance tecnológico. Esta política de recolección es parte de una cronotopia particular con la cual la arqueología objetiviza el mundo y constituye la separación entre naturaleza y cultura.

A partir de la constitución de dicha separación las piedras entran (o no) a conformar el mundo de los artefactos. Tal y como lo señalaran Colin Renfrew y Paul Bahn, de manera sencilla, “Los artefactos son objetos muebles modificados o hechos por el hombre, como los útiles líticos, la cerámica y las armas de metal” (2007, p. 43). Las piedras (entre otros materiales), del lado de la cultura, han habilitado a su vez el “desarrollo” del ser humano como el campo de conocimiento que se erige como su portavoz, la arqueología. En la acción de descartar o incluir una piedra en nuestra selección se tiene implicados aspectos epistemológicos, ontológicos y políticos. En esto, la definición de lo arqueológico, y la reproducción de los hábitos disciplinarios, son parte del proceso de delimitación del sujeto cognoscente que es sancionado por la habilidad para demarcar el objeto de su conocimiento (Haber, 2004, p. 16). Así, la definición de lo arqueológico en primera instancia obedece tanto a la exclusión de aquello que consideramos natural como de aquello que consideramos moderno en el momento de la recolección. Estas instancias, lejos de estar exclusivamente integradas por aspectos disciplinarios, están marcadas por decisiones pre-constituidas de nuestro ser social y que se expresan en nuestra escala ontológica.

De acuerdo con lo anterior, este texto muestra desde la arqueología la delimitación de las esferas de lo humano y lo natural en una región del suroccidente de Colombia teniendo como soporte de referencia las piedras y las maneras en que son concebidas en contextos relacionales diferentes. Esto permitirá integrar una interpretación, de la mano de concepciones locales, que desajusta la oposición humano/natural y abre el camino para un desplazamiento de la experiencia asociada a las piedras en particular y a lo material en general. Con esto se pretende realizar un cuestionamiento de las nociones arqueológicas con las que interpretamos el mundo en pos de hacer un desmarcaje decolonial del legado del pensamiento moderno/colonial incluido desde los orígenes de la disciplina. Lo anterior está asociado con las tareas del pensamiento decolonial (Mignolo, 2009) de intentar develar los silencios epistémicos de la epistemología occidental y afirmar los derechos epistémicos de las opciones decoloniales racialmente devaluadas. Tal tarea no es nueva ni exclusiva del pensamiento decolonial, pero una vez instalados en el contexto latinoamericano contribuyen a evocar el potencial, epistemológico y político de los conocimientos y teorías locales señalando la posibilidad de percibir las heridas coloniales al poder percibirnos como frutos de la colonialidad. Esta discusión se verá escenificada con ejemplos de comunidades indígenas del suroccidente colombiano.

Piedras, lugares y ancestros

La comunidad del resguardo de Juan Tama, situada en el municipio de Santa Leticia, en el nororiente del departamento del Cauca, ha llevado a cabo por más de dos décadas un proceso para la recuperación y la afirmación de su identidad cultural. Este resguardo es un reasentamiento realizado en Santa Leticia, municipio de Puracé, en el departamento del Cauca, en 1995, por motivo del terremoto y la posterior avalancha del río Páez que afectó la región de Tierradentro, obligando el desplazamiento de un gran número de integrantes de la comunidad nasa hacia otras zonas de la región. Las personas que conformaron el resguardo Juan Tama provenían de las veredas de Vitoncó y El Cabuyo.

Ubicación de la zona de estudio[2]
Figura 1
Ubicación de la zona de estudio[2]

A pesar de las dificultades generadas por dicho desastre natural, Gómez (2000, p. 193) señaló que “El suceso se convirtió en una oportunidad para recomponer y ampliar el territorio y para mejorar las relaciones de convivencia social que se encontraban en puntos críticos”. En ese proceso, la comunidad re-incorporó un conjunto de estatuas de piedra presentes en el territorio donde fueron reubicadas como un aspecto importante en el proceso de afirmación cultural y apropiación territorial. A su vez, dicha acción se convertiría en una subversión del significado impuesto/establecido durante 500 años, producto del legado colonial sobre la cultura material indígena (Franco, 2010; Gnecco y Hernández, 2010) como parte del fortalecimiento de su conciencia histórica, la cual ha cumplido a través de los siglos el papel de una narrativa fundacional que les ha permitido redefinirse a sí mismos como grupo étnico (Rappaport, 2000, p. 23).

Estatuas de piedra, resguardo Juan Tama.[3]
Fotografía 1.
Estatuas de piedra, resguardo Juan Tama.[3]

En este caso, la memoria y la tradición de la comunidad de Juan Tama se desplegó como una memoria que ve de nuevo, para re-configurarlo y re- incorporarlo a su bagaje cultural y a sus luchas contemporáneas en tanto que “la conciencia de los habitantes de Tierradentro (y de los Nasa en general) se funda en un vínculo moral con el pasado cuyo objetivo práctico es conseguir fines políticos en el presente” (Rappaport, 2000, p. 38). La visión tradicional de la arqueología permea muchas de las percepciones sobre el pasado pre-colonial. De esta manera, es fácil declarar y sostener el cambio poblacional durante los siglos precedentes a la Conquista y así confirmar la ruptura de la continuidad entre pobladores pre y posconquista. Esto ignora la participación y el punto de vista de las comunidades a quienes excluye y a la vez las excluye del relato histórico. Por tanto, para muchos de nosotros es normal pensar un conjunto de estatuas con representaciones antropomorfas como simples pedazos de piedras e igualmente, decir que esas estatuas no tienen relaciones de parentesco al punto que sean consideradas como ancestros. No obstante, la experiencia muestra algo distinto.

Mientras adelantamos una de las primeras visitas al lugar de las piedras (estatuas), se hizo evidente el papel dinamizador de la memoria entre los integrantes de la comunidad, así como también la diferencia en la concepción de un mismo objeto (de un lado una concepción disciplinaria y del otro una concepción ligada a una episteme local). Por un lado, desde una visión disciplinaria, se ha pensado en unos monolitos de piedra, en sus técnicas de elaboración, en el tiempo invertido para tallarlas, en el posible significado que pudieron tener en la estructura social y política. Todos estos razonamientos siempre asociados a procesos del pasado, aunque lo que nos ubicaba frente a esas piedras era un interés de la comunidad en el presente. Pero en ese mismo momento uno de los integrantes de la comunidad nasa que asistía al lugar, al ver las piedras pronunció las siguientes palabras: “Llegamos donde los abuelos”. Esas palabras expresaron una carga teórica/semántica que se contraponía a lo que normalmente piensa la arqueología sobre las piedras. Dicha enunciación marcó los límites de la interpretación de dos visiones diferentes sobre un mismo objeto, y a su vez señaló el lugar geocultural desde donde cada cual hace su interpretación. En esta situación, las concepciones atribuidas por cada uno a las piedras, las estatuas y los ancestros, delataron tanto el lugar epistémico, ontológico y político que cada cual ocupaba en la cartografía colonial como la negación disciplinaria de las construcciones locales relacionadas con “objetos del pasado”. Estos objetos, al ser considerados por el pensamiento occidental como parte de relaciones mitológicas, supersticiosas o simplemente no racionales, fueron poco a poco aislados de los contextos de interacción cotidiana y significativa de comunidades indígenas particulares para encasillarlos dentro del marco lógico de la razón occidental y de la universalidad que ha presupuesto la univocidad de la disciplina arqueológica.

Las piedras, “objeto arqueológico” y de interés en este texto, fueron unos de esos objetos a los que la arqueología buscó extraerles su verdad. Una vez delimitada la frontera entre lo humano y lo natural se dedicó a describirlas y a encontrarles asociaciones con diferentes formas y aspectos de la vida social. En el contexto geográfico del suroccidente colombiano se han adelantado intentos de presentar una versión objetiva de lo que las piedras, devenidas estatuas por la intervención humana, representaban. Los antropólogos Gnecco y Hernández (2010) han señalado que “La mayoría de los investigadores ha considerado las estatuas y su material asociado por fuera de contextos culturales contemporáneos, esto es, sólo como restos de pueblos pasados” (Gnecco y Hernández, 2010, p. 101). Esta situación se hace evidente en uno de los mayores trabajos que sobre la estatuaria se haya realizado en el suroccidente colombiano: “Estatuaria del Macizo Colombiano”, de María Lucia Sotomayor y María Victoria Uribe. Como mencionan las autoras en la introducción, el objetivo del libro fue hacer un inventario lo más completo posible de la estatuaria del Macizo Colombiano (1989, p. 11); el estudio incluyó cerca de 514 estatuas de cuatro grandes zonas en que se dividió el Macizo Colombiano. El inventario buscó recopilar la ubicación general de las estatuas, la localización actual de las mismas, las citas referenciales de investigadores sobre ellas, las dimensiones, asociaciones con otros elementos, fechas y distribución espacial de rasgos iconográficos. Las cuatro zonas fueron: el Alto Magdalena, la cuenca del río La Plata, la región de Popayán y el Norte de Nariño (Sotomayor y Uribe, 1989, p. 11). A su vez intentaron enmarcar las descripciones incluidas en su inventario en una teoría del contexto que atendía a la situación que

la mayoría de las veces cada piedra ha sido descrita detalladamente pero no se ha destacado su importancia dentro del conjunto; en muchas otras, la estatua ha sido observada únicamente desde un punto de vista estilístico o artístico per se y se la ha aislado de su realidad, para basar en sí misma su sentido de existir (Sotomayor y Uribe, 1989, p. 13).

Esta teoría del contexto hace clara alusión a las relaciones en el conjunto material del pasado y de la organización social de las sociedades pasadas y desatiende lo que ya se señaló antes: su relación con contextos culturales contemporáneos. Además afirma la desconexión histórica y cultural con los pueblos indígenas en donde se encontraron las estatuas. No obstante, una mirada atenta a los contextos locales de interacción entre comunidades y cultura material nos muestran unas dinámicas diferentes que exceden la delimitación de la cultura material a una elaboración exclusiva de lo humano. De nuevo, la perspectiva de la comunidad nasa nos sirve de entrada a estas dinámicas.

Un fragmento de una de las historias de la tradición oral nasa acerca de los orígenes de la tierra dice que “Gracias a un peklu kwetwe´sx: hombre de piedra, la tierra pudo coger consistencia, permitiendo en ella la siembra de seres vivos. Las piedras fueron las bases de un ordenamiento primigenio”. De acuerdo con esto, las piedras se encuentran inscritas dentro de la cosmovisión nasa como un elemento importante en la conformación del mundo y actúan como un soporte de la memoria ya que provocan el despliegue de narraciones originarias en virtud de una situación en el presente. En este sentido, las piedras, las estatuas, que son los ancestros, son un vínculo para restablecer esa relación entre pasado y presente que fue dañada por el período de la colonización y para empoderar la historia local frente a las versiones de la historia que desatienden las relaciones constitutivas entre los diversos seres, humanos y no humanos, que habitan los territorios. Según lo ha señalado Perdomo (2007, p. 55), uno de los principios para la cultura nasa es la “existencia de esencias de tipo natural, sobrenatural y espiritual que afectan positivamente y negativamente a las sustancias vivas presentes en la tierra o en el kwe”sx fi”ze kiwete, que se traduce como “nuestro territorio” o “pueblo de los nasa”. Si bien es cierto que la mediación entre estas esencias y los nasa está en manos de los médicos tradicionales, cada uno de los integrantes de la comunidad tiene la capacidad de sentir dichas esencias y de actuar conforme a determinadas reglas establecidas para el mantenimiento de la armonía en el territorio. Tales esencias –materialidades espaciales- son personajes histórico-míticos del pueblo nasa que habitan en quebradas, ojos de agua, lagunas y demás espacios de la geografía sagrada.

Así, en la perspectiva nasa las estatuas de piedra son parte integral y fundante de sus vidas. Son, además, un vínculo inequívoco de la relación entre aquellos que las construyeron, sus ancestros y espíritus, y ellos, sus descendientes. Ángel María Yoinó, the’ wala[4] de la comunidad, señalaba, haciendo referencia a las estatuas de piedra, que:

Desde el origen de la tierra existieron las piedras, nos viene criando a nosotros. Estamos viviendo desde hace mucho tiempo; por eso debemos recordar a nuestros tatarabuelos, pero nos olvidamos y no alcanzamos a recordar. Ya que los encontramos de ahora en adelante debemos pensar con fuerza, caminar con fuerza y enseñar a los nietos. De esta manera seguiremos viviendo (en Gnecco y Hernández, 2010, p. 88).

En otro contexto, también perteneciente a la comunidad nasa, existen lugares que son producto de interacciones entre seres de distinto orden y que involucran a las piedras, las cuales en un pasado fueron personas. Así sucede en el territorio nasa del resguardo de Calderas, situado en la región de Tierradentro, departamento del Cauca. Allí escuchamos la historia del pueblo de piedra, según la cual la existencia de cuatro piedras en el lugar se debe a la acción de un niño que convirtió en piedra a unas señoras que reposaban en el sitio y que no quisieron compartir con él la chicha (bebida preparada con maíz fermentado). El niño es identificado como Santo Tomás. En la actualidad, esta y otras historias se mantienen de manera heterogénea en la memoria de los calderunos y la preocupación de las autoridades indígenas, y de los mayores de la comunidad, es lograr retenerlas como componentes vitales de la memoria histórica del pueblo nasa (Franco, 2016). Durante la década de 1950 el antropólogo Segundo Bernal tuvo oportunidad de recoger diversas historias entre los habitantes de Calderas que hablaban de piedras que fueron humanos y de las relaciones con la gente de la comunidad.

Aquí la historia de Santo Tomás:

Santo Tomás

Santo Tomás era hermano de María Santísima, pero muy pícaro y muy feo. Para apreciar lo que la gente le decía tenía piojo. Se veía asqueroso. Cuando alguien murmuraba lo convertía en piedra. A la hermana le disgustaba que hiciera todas estas cosas y muchas veces lo amonestó porque de seguir así acabaría con el mundo. Él fue quien dejó tantos riscos, peñas, piedras. Con una pisada movía al mundo. A los cristianos hijos de María Santísima, los convertía en piedra. Cometió tantas faltas que María Santísima se enojó. Se marchó al cielo para no ver tantas iniquidades. Su hermano se fue detrás; llegó al cielo y María le ordenó que volviese al mundo; bajó en un ventarrón. En seguida lo mandó al fin del mundo, donde está. Se acabaron las molestias. A veces se enoja y hace temblar la tierra (Bernal Villa, 1953, p. 301).

En otra historia con el mismo personaje se ve cómo, además de personas, otros elementos también fueron convertidos en piedra:

La casa de fiesta petrificada

En el punto denominado Uikuet dizque había una casa que celebraba una fiesta. Está petrificada. Cuando la fiesta se efectuaba llegó un niño bastante harapiento a pedirles comida. La vieja rezongó que habiendo tanta gente para qué iban a darle a ese pequeño. Salió este y dijo: Yo veo piedra. Toda la casa se convirtió en piedra. El pequeño se volvió grande. Todavía dizque se ven las ollas cayéndose. Aquel pequeño era Santo Tomás (Bernal Villa, 1953, p. 302).

Finalmente, volvemos a las personas que fueron piedras y que en el momento de estar presente frente a ellas, ante las piedras, evocan el recuerdo de las personas que antes fueron.

Las piedras de Chaikin

Las dos piedras de Chaikin las hizo Chautéh. Dos mujeres llevaban caña. Aquel les pidió que le regalasen caña y no le dieron. Entonces las convirtió en piedra (Bernal Villa, 1953, p. 302).

Estas historias actualmente, entre las personas de la comunidad nasa, se encuentran en diferentes grados de apropiación. Algunos logran dar cuenta de la historia a través de una forma narrativa continua y la valorizan como las historias que les legaron los mayores para ser trasmitidas a los más jóvenes al mismo tiempo que las declaran como uno de sus bastiones para la resistencia cultural. Otras personas manejan estas historias de manera más fragmentada pero sin llegar a perder su eficacia simbólica a la hora de establecer vínculos con las piedras que antaño fueron humanos y de declararlas como expresiones tanto de su identidad como de los procesos de reivindicación histórica y política. La cercanía a la perspectiva nasa enseña el equívoco de aplicar/imponer nuestras realidades históricas y conceptuales a aquellos contextos interculturales en los que interactuamos y nos muestra la oportunidad de inmiscuirnos en las relaciones de realidad de los mundos compuestos diferencialmente.

Restableciendo los lazos con el pasado en las comunidades indígenas

Diversos son los ejemplos en que se puede percibir relaciones distintas con las piedras, los lugares y el pasado. Por ejemplo, los indígenas del Putumayo –ingas y kamtsa- también en el suroccidente colombiano, expresan que:

las piedras guardan silencio ante quien no presta atención, porque en realidad sí hablan... desde el principio y durante siglos, las han escuchado, así como han escuchado a los astros, al trueno, al agua, al fuego, al viento, al humo, a las montañas, a los animales y a las plantas, a las piedras las han oído hasta roncar (Flórez, 2009).[5]

En el contexto general de las comunidades andinas se ha mostrado que las piedras, en sus distintas manifestaciones, constituyen una categoría susceptible de incorporarse legítima y razonablemente a la mecánica relacional de la cosmología andina (Galdames y Díaz, 2015, p. 9). Estas formas de relación local con las piedras, los lugares y los ancestros, ponen en evidencia el núcleo colonial de la arqueología. Esto es, la exclusión de las otras maneras de relación con el objeto en privilegio de la relación epistémica del arqueólogo que objetiva el objeto y lo enuncia como parte del lenguaje disciplinario. Tal como apuntó Haber (2012, p. 13): “El que la cosa sea objeto arqueológico implica que me relaciono con ella mediante conocimiento, y no mediante memoria ni descendencia”. En este mismo sentido se pronunciaba Marie Louis Pratt diciendo que “Lo que los colonizadores matan como arqueología suele vivir entre los colonizados como autoconocimiento y conciencia histórica, dos importantes ingredientes de los movimientos de resistencia anticolonialista” (2011, p. 252). Así, lo que el discurso arqueológico ha convertido en objeto de estudio, en “registro arqueológico”, ha sido siempre un aspecto importante en el proceso de relación con el pasado, el territorio y la memoria en las comunidades indígenas. Ya las campañas de extirpación de idolatrías adelantadas durante la Colonia nos dieron cuenta de la profundidad histórica del vínculo significativo entre la materialidad y los grupos indígenas. Por ejemplo, como lo deja consignado el cronista Lucas Fernández de Piedrahita, en el siglo XVI, el pueblo de los laches en la provincia de Tunja “Adoraban por dioses a todas las piedras, porque decían que todos habían sido primero hombres, y que todos los hombres en muriendo se convertían en piedras, y había de llegar el día en que todas las piedras resucitasen hechas hombres” (Fernández de Piedrahita, 1973, p. 56).

Este relato de casi cinco siglos de antigüedad demuestra que la relación, en este caso con las piedras, era una relación con un ser vivo en tanto que “habían sido primero hombres” y que después de un tiempo de reposo “volverían a la vida”. Más contemporáneas a nosotros son las historias ya mencionadas de las comunidades indígenas para quienes el pensamiento que envuelve a las piedras, que aunque no siempre están talladas son igual de significantes para ellos, las constituye como piedras vivas y revela así ese lazo constitutivo entre memoria, descendencia y materialidad. Ahora, estos elementos están inmersos en un proceso mucho mayor. En el caso colombiano con la aparición del movimiento indígena en la década de 1970, y su posterior consolidación, se empezó a contrarrestar la representación tradicional sobre la ruptura histórica entre pobladores pre y posconquista. La aparición del movimiento indígena trajo consigo la valorización de la memoria y de la historia propia con lo que se empezó a impugnar la representación del pasado que antes se creía monopolio de las disciplinas históricas, entre ellas la arqueología, a través de procesos de apropiación de objetos, historias y discursos académicos, creando un proceso de insubordinación histórica (Gnecco, 2000; 2004, p. 177) que al día de hoy continúa fortaleciéndose y generando acciones como las del pueblo misak y el derribamiento de las estatuas de Sebastián de Belalcázar en Popayán y Cali. Estos procesos se vivieron y se direccionaron tanto hacia adentro (fortalecimiento interno de las comunidades) como hacia afuera (posicionamiento frente a los discursos hegemónicos) puesto que articularon su relación con los ancestros, con la cultura material y la materialidad del pasado, a sus reclamos políticos por la identidad y la autonomía.

El cuestionamiento de las comunidades indígenas al discurso arqueológico ha ido más allá de las reflexiones académicas y se ha instalado en un cuestionamiento a una lógica cultural. Por tanto, establece una crítica disciplinaria como una crítica cultural. Esta situación tiene su soporte en que las comunidades indígenas viven en la práctica lo que la arqueología niega en su discurso: una relación constitutiva y activa con los ancestros, ancestros prehispánicos, ancestros vividos y vivientes en lo que la arqueología llama “registro arqueológico”. Así, los lazos que conectan a las comunidades indígenas con su pasado se pueden ver en muchas de sus prácticas cotidianas y en los discursos que entonan para enfrentar las condiciones socio-históricas desiguales que experimentan. Los arqueólogos que se orienten a una práctica localizada en las vecindades de las luchas de los diferentes grupos subalternizados deberán, en vez de reservar sitios objetivistas de retención de autoridad, trabajar por una ampliación de la intersubjetividad que lleve a cabo una afectación de los supuestos epistémicos disciplinarios y culturales (Haber, 2019, p. 139).

El (des)marcaje colonial de la arqueología

El desmarcaje decolonial surge como una acción (una praxis teórica) ya presente desde la instauración de la modernidad/colonialidad y necesaria para la liberación de los saberes devaluados y subalternizados. La lógica opresiva de la modernidad/colonialidad produce una energía de descontento, de desconfianza, de desprendimiento entre quienes reaccionan ante la violencia imperial y colonial traduciéndose así esa energía en proyectos decoloniales (Mignolo, 2007, p. 26). La decolonialidad es, siguiendo a Mignolo (2007, p. 27), la energía que no se deja manejar por la lógica de la colonialidad y que se expresa mediante acción y pensamiento que se desprende y se abre, encubierto por la racionalidad moderna, montado y encerrado en las categorías del griego y del latín y de las seis lenguas imperiales europeas modernas (Mignolo, 2007, p. 27). El pensamiento decolonial, desde su genealogía en Woaman Poma y Otabbah Cugoano (Mignolo, 2007) abre las puertas al pensamiento otro a partir de la experiencia, la herida y la memoria colonial (Mignolo, 2007, p. 29) buscando desmarcarse de la lógica de la modernidad/colonialidad. Así como los grupos indígenas al reactivar su condición de sujetos históricos y desafiar los cánones disciplinarios ejercen una movida decolonial, también la arqueología intenta desmarcarse de su legado colonial y conversar cara a cara con una alteridad que le puede abrir las puertas hacia otras memorias, las cuales pueden estar más dispuestas hacia un diálogo intercultural. El filósofo argentino Rodolfo Kusch ha señalado que “un diálogo es ante todo un problema de interculturalidad”, en donde “La distancia física que separa a los interlocutores y las vueltas retóricas para entenderse, refieren a un problema cultural” (1978, p. 13).

El problema cultural y la distancia que separa a los interlocutores se ha intentado resolver en la arqueología desde diferentes perspectivas desde al menos la década de 1980 cuando se empezaron a incluir temas que antaño eran inaceptables en la agenda de la discusión disciplinaria (Ayala et al., 2003; Battle-Baptiste, 2011; Curtoni, 2007; Fforde et al., 2004; Shanks y Tilley, 1992; Vasco, 1992) generando una apertura a una práctica arqueológica y a versiones del pasado que se pensaron más incluyentes. En este contexto, el trabajo conjunto con comunidades locales se ha tornado en una práctica que ha buscado cerrar la brecha colonial (aunque tal cosa no es garantía de hacerlo) alineándose con propuestas que han incluido importantes cuestionamientos a las raíces del pensamiento arqueológico, tanto en sus aspectos teóricos como metodológicos y que están interesadas en un proyecto de descolonización de la disciplina que, desde la proximidad de perspectivas locales, comprenda las relaciones locales con lo que se ha denominado arqueológico (Bruchac et al., 2010; Haber, 2011; Smith, 1999; Smith y Wobst, 2005). Algunos ejemplos interesantes son los desarrollados en regiones como Suramérica. Allí se ha hecho cada vez más explícito el hecho de que la arqueología, y los arqueólogos, deben devenir en relación en un co-estar con el mundo, entendiendo que se hace parte de una comunidad ampliada que interactúa no solamente con sus iguales humanos sino también con un conjunto de seres no humanos (espíritus, dioses, naturaleza) que configuran la socialidad de las diferentes comunidades (Endere y Curtoni, 2006, 2007; Field y Gnecco, 2013; Franco, 2015; Franco y Mantilla, 2011; Haber, 2009, 2011, 2012; Haber et al., 2007; Haber et al., 2010; Jofre y Molina, 2009; Mantilla, 2007; Piñacue, 2009; Troncoso, 2014; Vilca, 2010). Este co-estar implica un movimiento ontológico y epistemológico, a su vez político, que comienza por modificar su condición de exterioridad en el mundo social.[6]

El desmarcaje colonial, como propuesta situada en contextos coloniales, antagónicos y heterogéneos, no se trata de nuevas maneras de interpretar el pasado y de ampliar el horizonte hermenéutico de la disciplina como lo mencionó Gnecco (2017), sino que se trata de una práctica crítica que se propone desde los mismos domicilios en donde se libran las luchas epistémicas y políticas de muchas comunidades contra los nuevos proyectos coloniales. De esta manera, el tema central se plantea con relación a las condiciones geopolíticas de la producción de conocimiento y de la organización de la sociedad en un espacio que permita posibles y reales formas de encuentro con los otros y de un vivir en-común. Hace más de dos décadas, haciendo referencia a la antropología, Edward Said señalaba que:

El punto de vista nativo no es un hecho sólo etnográfico, no es un constructo sólo hermenéutico; es en gran medida una resistencia continua y controversial, prolongada y sostenida, a la disciplina y a la praxis de la antropología misma, la antropología no como textualidad sino como agente, por lo general directo, de la dominación política (Said, 1996, p. 49).

No por viejas estas palabras dejan de ser certeras a la hora de analizar los contextos donde se involucra no solo la antropología contemporánea sino también la arqueología y aquella práctica inclinada a explorar diversas formas de experiencia entre los humanos y los no humanos y las distintas perspectivas sobre las materialidades que median entre ellas. La reducción a la textualidad afirma la reducción de la diferencia, y la pérdida de su multiplicidad, en el canon disciplinario ligado al pensamiento unidimensional (Marcuse, 1993), el cual se ha caracterizado por la reducción de lo otro al sí mismo (Dussel, 1994). Entonces es fundamental que una perspectiva decolonial de la arqueología mantenga una actitud, siguiendo a Lévinas (1987), crítica y ética frente a la relación con el otro. Para Lévinas “la crítica no reduce lo Otro a lo Mismo como la ontología, sino que cuestiona el ejercicio del Mismo. Un cuestionamiento del Mismo —que no puede hacerse en la espontaneidad egoísta del Mismo— se efectúa por el Otro”. La crítica, entonces, se entrelaza con la ética, ya que, continúa Lévinas, “A este cuestionamiento de mi espontaneidad por la presencia del Otro se llama ética. El extrañamiento del Otro —su irreductibilidad al yo— a mis pensamientos y a mis posesiones, se lleva a cabo precisamente como un cuestionamiento de mi espontaneidad, como ética (Lévinas, 1987, p. 67).

La perspectiva decolonial permite a la arqueología reinscribir su posición frente a las relaciones de poder y conocimiento en que se ha encontrado a lo largo de su historia. A su vez, no trata de ponerse en lugar de, ni de hablar por, sino en participar, dialogar con. En suma, y parafraseando a Haber (2009, p. 419), la perspectiva decolonial en arqueología debe mudarse de una investigación sobre las relaciones locales con la materialidad (las piedras y los lugares) a una investigación desde las relaciones locales. Con esto será posible ofrecer narrativas históricas que partan de la herida colonial y que intentan colaborar en la visibilización y valorización de formas “otras” de comprender, interpretar y narrar la historia, las cuales fueron devaluadas al entrar a formar parte de la matriz colonial de poder.

Conclusiones

Hemos visto que uno de los principios fundantes de la arqueología es distinguir la cultura de la naturaleza, separar lo hecho por el hombre de lo que no lo fue, el cual no forma parte del corpus de conocimiento y de la manera de relacionarse con las piedras en contextos indígenas. No podrían serlo dado que nos encontramos ante dos horizontes diferentes de comprensión, incluso antagónicos, dada la pretensión moderna de eliminar lo no-moderno y/o de asimilarlo como relato folclórico carente de cualquier sentido histórico. Hija de un mundo desencantado, la arqueología silenció las piedras, instaurando un orden racional en donde la ciencia se convirtió en la medida de todo lo cognoscible. Pero las piedras, más allá del discurso disciplinario, están inmersas en redes de significación que configuran un sentido simbólico, social y cultural sobre la relación del hombre con todo aquello que lo rodea y que lo precede. Tales redes de significación son expresiones locales que permanecen como parte vital de las culturas indígenas. Las estatuas de piedra y “las huellas de debajo de la tierra” (lo arqueológico para los arqueólogos) componen una situación que resiste la pretensión disciplinaria/institucional de borrar las huellas de su relación con el pasado y las relaciones con sus ancestros, además de denunciar la violencia ejercida sobre las comunidades locales.

Por este motivo una perspectiva decolonial para la arqueología debe avanzar en el reconocimiento de su legado colonial y entrar en conversación con formas de pensamiento, y formas de configurar el tiempo, el espacio, la memoria, diferentes a la occidental. Las concepciones sobre las piedras como las de la comunidad nasa sirven para hacerle frente al conocimiento disciplinario y dislocar las tímidas aperturas que este realiza para tratar de domesticar las fuerzas que resquebrajan su pensamiento unidimensional. Así, el pensamiento nasa sobre las piedras tiene la relevancia de activar y fortalecer su propia cultura, de posicionarlo como base de su movilización y su lucha por la autonomía territorial, cultural y política, y crea a su vez un lugar, tanto geográfico como epistémico y ontológico, para que, a partir del equívoco (Viveiros de Castro, 2010), la arqueología entre en relación con los ancestros. La situación que generó este texto partió de un equívoco vinculado con la diferencia de perspectivas entre quienes asistimos al lugar de las estatuas de piedra/los ancestros. La noción de equivocidad acerca las diferentes perspectivas y permite habitar en medio de ellas (Viveiros de Castro 2010, pp. 71-78).

Los contextos locales enseñan una teoría local sobre la constitución del mundo social en el que participan seres que están en un polimorfismo que va y viene desde lo humano a lo no humano y desde lo no humano a lo humano. No es una categorización que clasifica y organiza aquello que pertenece a un lugar y aquello que pertenece a otro. Existe en esa teoría local un tránsito de ida y vuelta que se encarga de actualizar el pensamiento local y de relocalizarlo en los contextos antagónicos y heterogéneos, configurados a partir de relaciones de dominación, donde es desplegado. En perspectiva, es una teoría local en donde la categoría de cosa se define en un rol posicional que no tiene como centro lo humano y que actúa de manera transversal en los procesos de sociabilidad de las comunidades. Tal rol posicional se configura no solo a través de la relación con seres y lugares específicos sino también con momentos históricos que están atravesados por unas prácticas cotidianas en lo local para reproducir el modo de relación con el mundo. En este punto, las concepciones locales realizan una proyección de una política de la vida, de una versión de la historia que sirve de combustible para cohesionar un reclamo comunitario y así mantener una conciencia étnica y tensar/movilizar el orden onto-epistémico de Occidente. En esta tensión/movilización la teoría y la praxis de la arqueología podrían estar comprometidas como acciones políticas para expandir el horizonte de posibilidades de quienes transitan maneras de ser y de estar marginales a, y marginadas por, la modernidad/colonialidad.

Agradecimientos

Agradezco a las comunidades nasa de los resguardos de Juan Tama y de Calderas, en el departamento del Cauca. Así mismo a la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales (FIAN).

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Notas

[1] El autor manifiesta no tener ningún conflicto de intereses en la publicación de este texto. Así mismo, manifiesta que su contenido no obedece a ninguna presión o injerencia por parte de las instituciones financiadoras y de apoyo. La ejecución de este trabajo se realizó solo con interés concerniente al ejercicio investigativo.
[2] Tomado de Rappaport (2000).
[3] Foto del autor.
[4] El the’ wala se considera el médico tradicional de la comunidad nasa. Ellos son quienes poseen un saber que está en contacto con la naturaleza y con los espíritus y hacen las veces de consejeros. A su vez, prestan sus servicios a la comunidad sanando enfermedades, armonizando la familia, la casa y el territorio mediante rituales y han sido una figura central en la lucha del movimiento indígena.
[5] En la comunidad Wajãpi del Amazonas brasileño la interacción entre seres humanos y no humanos, visibles e invisibles de vivencia en el espacio a través del ronquido. Petri (2017) describe la experiencia de algunos Wajãpi con diversos hallazgos que se consideran arqueológicos. “El ronquido del hacha” descrito por Petri alude entonces a la composición de la sociabilidad amazónica.
[6] En la academia angloparlante también diversos autores ya han señalado y explorado la importancia de un movimiento como este (Alberti et al., 2011; Chapman y Wylie, 2014; Fahlander, 2018; González-Ruibal, 2017; González-Ruibal et al., 2019; Meskell, 2004; Miller, 2005; Olsen, 2007, 2010; Shanks, 2007; Tilley, 2004; Webmoor, 2007; Witmore, 2007) y si bien han tenido un importante impacto dentro de la disciplina, están limitados porque sus implicaciones se remiten casi exclusivamente al ámbito disciplinario neutralizando así las luchas epistémicas de muchas comunidades locales con las que se relacionan.

Información adicional

Cómo citar este artículo: Franco, L. (2021). Una arqueología de las piedras: estatuas y ancestros en el suroccidente colombiano. Una perspectiva decolonial. Jangwa Pana, 20(3), 524-539. doi: https://doi.org/10.21676/16574923.4431

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