El “nicho del salvaje” en las formas de la alteridad de la Sierra Nevada de Santa Marta
The "niche of the savage" in the forms of alterity of the Sierra Nevada de Santa Marta
El “nicho del salvaje” en las formas de la alteridad de la Sierra Nevada de Santa Marta
Revista Jangwa Pana, vol. 18, núm. 3, pp. 519-537, 2019
Universidad del Magdalena
Recepción: 12 Febrero 2019
Aprobación: 02 Octubre 2019
Resumen: En este artículo, se hace una revisión de los contextos de emergencia de la categoría tairona, palabra usada en los documentos coloniales para referirse a cierto tipo de poblaciones objeto de los procesos de conquista en el norte de Colombia a inicios del siglo XVI. Con esta exploración, no se pretende hacer una cronología de la conquista, ni revisar hechos, sino apreciar cómo esas discusiones históricas que toman esa categoría como central, sentaron las bases y las condiciones de posibilidad, para el desarrollo de la arqueología de la Sierra Nevada de Santa Marta. Para ello se revisan fuentes coloniales que son analizadas desde la teoría crítica antropológica.
Palabras clave: Tairona, Alteridad, historia, norte de Colombia, arqueología.
Abstract: In this essay we review the context of emergency of the word Tairona, notion that was used to refer to certain population that was conquered in the very begin of XVI century. With this review, we don't want a chronological review of the history of the conquest, neither to analyse the facts again, but to apreciate how the academical discussions that took the notion as a starting point, made the basis, and conditions of possibility, to develop and archaeological and anthropological agenda of Sierra Nevada de Santa Marta. In order to reach the objectives, some colonial, and historical sources are reviewed from critical anthropological theory.
Keywords: Tairona, culture, alterity, history, Northern Colombia, archaeology.
Introducción
Desde la teoría crítica contemporánea, ha quedado claro que la construcción de un objeto de alteridad funcional a la antropología fue el resultado de la confluencia de imaginarios estructurales del pensamiento moderno (Todorov, 1987). El “otro”, no se halló en un mundo nuevo, sino que el “otro” fue producto de la vinculación de esos territorios a la esfera del dominio Eurocéntrico (Mignolo, 2017). Alfabetizar, demarcar territorios, construir ordenes jurídicos y religiosos, fueron todos elementos del teatro de la colonización que funda la modernidad en el siglo XVI. En este orden de ideas, América no fue un hallazgo sino un proyecto que permitió a unas elites construir formas de territorialidad imperial por medio del despojo y la coerción (Mignolo, 2017: 168). Dada esta situación, se puede argumentar que, con la incorporación de América a la esfera geopolítica de Europa Occidental, se funda la idea de la alteridad como la contracara de la modernidad (Bartra, 2014). En adelante, habrá salvajes buenos y malos que se ajustarán de diversas maneras a las teorías del orden social y a las utopías que las apuntalaron.
En este sentido, el “otro”, como fenómeno humano, fue una resultante de un proceso más amplio por medio del cual se le dio forma al cogito de la modernidad. Sin el lado oscuro de la civilización, el salvajismo, no podría haber existido la idea de humanidad de la modernidad. Frente a este tema, Michel-Rolph Trouillot (Trouillot, 2011) señaló que el objeto de la antropología, el “otro”, fue posible por lo que él denominó el “nicho del salvaje”. En su criterio, de la triada Utopía-Salvaje-Orden emergió la posibilidad de pensar el “otro” por fuera de la modernidad, que fuera a su vez, por mera negatividad, lo que resaltaba los rasgos positivos de las formas adecuadas de ser humano de la modernidad. Al respecto de la utopía, Trouillot menciona los célebres tratados que inundaron, por ejemplo, los crecientes mercados de lectores de crónicas de viaje, escritas por exploradores de África, Asia y América. Distingue Trouillot, en estas obras, los paisajes de utopías con los indígenas “buenos”, y señala las resistencias para pensar, por ejemplo, “una utopía negra” dada las estructuras de racismo en países como los Estados Unidos (Trouillot, 2011: 59). Mundos felices adornados de gente buena. Estas proyecciones literarias, dice Trouillot, estaban acompañadas de una tradición de educación de elites políticas que seguían los preceptos de Maquiavelo; de esta manera, las utopías con sus buenos salvajes estaban apuntaladas bajo una teoría del orden que se basaba en la idea de poder controlar, en cierto grado, el destino de los hombres (Trouillot, 2011: 64). Entonces, de la relación entre una proyección ensoñada de mundos posibles, habitada por seres ideales, con una teoría del orden à la Maquiavelo, se dan las condiciones de posibilidad para un discurso que pueda hablar de esos buenos salvajes (y condenar esos malos salvajes). La antropología, con sus variantes, entonces emergerá como un dispositivo que sirve para filtrar lo que se podrá decir de esos buenos salvajes.
En el caso de que la utopía apelara a pensar un mundo de buenos salvajes, el “otro” era bienvenido en tanto modelo de una sociedad por nacer. De otra parte, si el “otro” era una perturbación a la utopía, era un “otro” indeseable que debía ser borrado y exterminado. En el caso de las proyecciones de las teorías de orden y de la organización social, el “otro” siempre era un problema, una excepción que debía integrarse. Una frase de Trouillot sintetiza esta relación: “En defensa de una visión particular del orden, el Salvaje se convirtió en evidencia de un tipo particular de Utopía” (Trouillot, 2011: 67)
Una vez se consolidó el “nicho del salvaje”, pues la modernidad demandaba “otro” que ayudara a sostener la utopía y el orden, la antropología tuvo una legitimidad para hacerse cargo de ese “otro”, representarlo y hablar por él. Como lo expresa claramente Trouillot, la antropología tuvo la posibilidad de llenar el nicho recién creado. El pensamiento antropológico, en el cual se incluye la arqueología, delimitó su campo de estudió e intentó deshacerse de los juicios que eran propios de las narrativas que describían ordenes ideales o utopías deseadas. Como se puede apreciar en las tesis antropológicas tempranas, el “Otro”, o el “primitivo” como era nominado en esos contextos, era descrito en función de sus creencias, sus economías, sus sistemas de parentesco o sus sistemas políticos. Pasó mucho tiempo, antes de que la antropología aceptara que ese “otro”, descrito en un vacío político, era una ficción funcional al colonialismo (Rosaldo, 2000).
Esta teorización del nicho del salvaje, es útil para comprender la manera como los discursos antropológicos se institucionalizaron en Colombia a inicios del siglo XX, sobre todo por la participación de académicos norteamericanos que descubrieron esos nichos en regiones como la Sierra Nevada de Santa Marta –SNSM-. Como se mostrará a lo largo de esta investigación, la curiosidad arqueológica que se configuró, en torno a la SNSM a inicios del siglo XX, fue el resultado de una lectura de los documentos coloniales que daban cuenta de la región. En este sentido, la antropología que se aplicó para esta región venía a llenar un nicho que se formaba por la insistencia, en la documentación colonial, sobre la existencia, de naciones poderosas, tribus belicosas, que habían sido vencidas por la espada de los conquistadores y la ayuda de Dios.
De esta manera, la antropología de la SNSM, contaba con un “otro” antes de que se pensara como una disciplina que iba a dar cuenta de “otros”. Los antropólogos que cayeron en este nicho, aquellos que sondearon sus profundidades, recorrieron territorios de antiguos imperios (donde estaban esos nichos), y usaron sus archivos para imaginar un “otro”; no hicieron más, que describir sociedades desde un orden preestablecido, lo cual determinó un tipo de buen salvaje por describir y acoger como objeto de investigación. A ese “otro”, se le adjudicaron ruinas y responsabilidades genealógicas, como ser las tribus ancestrales que dieron origen a las tribus indígenas actuales; esto fue, simplemente, una acción mecánica que se da en todos los órdenes de formación de alteridad en situaciones coloniales. A este respecto Trouillot dice: “… la geografía de la imaginación y la geografía de la administración se entrelazan, constantemente, para construir la administración de la imaginación” (Trouillot, 2011, pág. 39). De esta suerte, los primeros antropólogos que pisaron la SNSM, usaron los documentos coloniales, que respondían a cierta “geografía de la administración”, para establecer los caminos de una “administración de la imaginación”; en esta gestión de la memoria, se generó un relato cuya trama era la conquista que los españoles hicieron de tribus belicosas. Por ejemplo, G. Mason, un arqueólogo que estuvo en Santa Marta en la década de 1930, relataba que su asesor de la disertación doctoral, le había recomendado los sitios tairona por la lectura de síntesis históricas publicadas en España en el siglo XVIII (Mason, 1938). Debemos hacer un alto acá y señalar que, dentro de la literatura especializada de la región, la noción que predomina es tairona, pero puede haber variantes como tayrona, que no suponen mayor diferencia en términos del significado. De todas formas, es de notarse que, cuando aparece la categoría, el contexto permite suponer que se habla de un lugar geográfico, un grupo étnico, o una cultura arqueológica. Dentro de estas síntesis históricas, recordemos la del Padre Julián, que señalaba que la nación de los tairona había sido una tribu de “gigantes” (Julián, 1854). En muchos otros autores del XVII y del XVIII, se lee esta narrativa, aunque en los documentos del siglo XVI, los más tempranos sobre la región, no se habla de tribus, sino de regiones (Friede, 1955). De esta manera, la construcción de una épica sobre la conquista de la SNSM, que implicó un “otro” construido como digno adversario, será algo posterior a las batallas propiamente narradas, las cuales abarcan desde mediados de la década de 1520, hasta finales de la década de 1570 con las batallas en el valle tairona.
En este orden de ideas, habría que comprender que, los objetos antropológicos, son consecuencia de formaciones previas, por eso la metáfora de un nicho que se llena, un vacío que demanda siempre qué decir sobre ese “otro”. Y tal vez siguiendo la tradición de la teoría crítica en glosa de Michel Foucault, Trouillot recalca el sentido de esta determinación como una función inherente al disciplinamiento. De eso se trata la disciplina, de llenar el nicho, de nunca salirse de él. En sus palabras:
Las disciplinas académicas no crean sus campos de significaciones; solo legitiman organizaciones de significado particulares. Filtran y jerarquizan –y en ese sentido, verdaderamente disciplinan- argumentos impugnados y temas que, usualmente, las preceden (Trouillot, 2011: 44).
Al usar esta fuente analítica sobre los datos coloniales, y al cruzar esa información con las preocupaciones antropológicas y arqueológicas, para el caso de la SNSM, será posible apreciar cómo la arqueología de la región estaba determinada por el nicho propio del salvaje, que le había sido asignado en el curso de la conquista. Como se dijo arriba, los propios documentos que narran las batallas de Pociguieica, en 1527, las más tempranas conservadas en España, y transcritas por primera vez por Juan Friede (Friede, 1955), nunca hablan de la conquista de tribus, con sus nombres, sino de campañas en ciertos lugares que se describen por su nombre geográfico, que no es indígena. El disciplinamiento que se generará en el siglo XVIII, con todo vigor, requerirá que, a esas narraciones tempranas, se les construyan un “sujeto”, que será el sujeto de la conquista. En el siglo XVIII, estos sujetos se denominarán plenamente como los “tairona”. Cuando lleguen las misiones a hacer arqueología en la SNSM, a inicios del siglo XX, como las misiones de la Universidad del Sur de la Florida, llamaran a las colecciones conseguidas, “tairona”.
Se debe señalar que las ideas que se exploran acá, e incluso algunos datos, han sido trabajados previamente por otros autores con enfoques diferentes. En esta tradición, se ha llamado la atención sobre la imposición hecha a ciertas comunidades de la SNSM, sobre ser los herederos de tradiciones milenarias (Uribe, 1988); asimismo, se ha llamado la atención sobre la manera en que ciertos antropólogos convirtieron a ciertos colectivos en representación de indígenas ambientalmente sustentables, en un contexto donde la globalización impuso el ambientalismo como una suerte de condición del ejercicio del multiculturalismo (Bocarejo, 2011); asimismo, se ha insistido sobre la manera en que estas estrategias de representación hacen compleja la idea de pensar los colectivos étnicos como milenarios y ambientalmente correctos, como unidades discretas, lo cual hace que se generen imaginarios que son contestados e instrumentalizados por los sujetos étnicos (Orrantia, 2002). Sin embargo, este trabajo no está interesado en conocer las maneras en que se han representado los colectivos de la SNSM, ni cómo esas representaciones han sido movilizadas por diversos actores, entre ellos los indígenas. Interesa saber, cómo el “nicho del salvaje” permitió la pregunta por la alteridad en la región en medio de los procesos de consolidación de una problemática antropológica. En ese sentido, el problema de indagación, es sobre el problema de la cultura tairona, que fue un tema que se formó dentro de las entrañas de la expansión de los Estados Unidos al Caribe, a inicios del siglo XX. Estas presiones sociopolíticas, finalmente determinaron los derroteros de la arqueología del norte de Colombia. De tal suerte, no interesa saber cómo fue abordado el problema de las continuidades entre el pasado y el presente, sino por qué razón la continuidad entre el pasado y el presente se configuró como un campo de análisis de una disciplina como la arqueología.
Metodología
Antes de iniciar con el siguiente apartado, es necesario hacer unas aclaraciones metodológicas. Como se mencionó al inicio, esta investigación no busca hacer una revisión de los hechos de la conquista de Santa Marta, ni tampoco una contrastación de fuentes históricas con datos arqueológicos. Por el contrario, busca revisar cómo la noción tairona, derivó en una tradición académica en la cual, arqueólogos y antropólogos buscarían, por todos los medios, las evidencias materiales de tribus belicosas que sucumbieron a la conquista. De esta suerte, se revisan fuentes disponibles, como documentos del siglo XVI donde la noción aparece por primera vez; también síntesis históricas, como las del siglo XVIII en plena reforma de la historiografía española. También, se revisan fuentes de la república, donde la mirada modernista, augura lo que serán las descripciones del siglo XX, cuando se harán los primeros registros arqueológicos de la cultura tairona, a manos de arqueólogos profesionales.
Los Tairona y la conquista de la Sierra Nevada de Santa Marta
La costa norte de Colombia, en especial las bahías del litoral de Santa Marta, fueron visitadas por peninsulares a inicios del siglo XVI, pero solo fue hasta 1525 que se fundó la ciudad de Santa Marta. Las fundaciones tenían como objetivo construir enclaves comerciales para generar réditos en el proceso histórico de las acumulaciones originarias de capital en el siglo XVI. Según la información disponible (De Castellanos, 1857), las guerras de sometimiento de las tribus vecinas a la aldea, iniciarían pocos años después de la fundación, y se buscaba esencialmente apropiarse de las riquezas en oro de los nativos. Estas campañas estarían a cargo de diversos mercenarios, entre ellos el famoso Pedro De Ursúa quien será recordado, en la literatura épica de la conquista, por sanguinario.
Evidentemente, es en medio de las narraciones de la conquista, donde comienzan a aparecer los “otros”. Esto se hace evidente al mirar los libros del siglo XVI como el de Don Juan De Castellanos de 1589 “Elegías de Varones Ilustres de Indias (De Castellanos, 1857). Como su nombre lo indica, se trata de un índice de notables que ayudaron a imponer el orden en las tierras conquistadas. Lo interesante de este texto temprano es que otorga nombre propio a los “otros” de la SNSM. Se trata de los tairos. Según Castellanos:
"Antes de sus desdichas y desmanes,
Solían poseer aqueste suelo
Los indios tairos y guanebucanes,
(...)
Los tairos son vestidos y galanes;
Los otros han por bien andar en pelo,
Solamente la parte vergonzosa
Con oro cubren o con otra cosa"
(De Castellanos, 1857, pág. 265).
"Gente de gran valor y valentía,
Graciosa, de sinceras voluntades,
Liberal en partir lo que tenía,
Debajo de ser buenas amistades.
Cada cual destas poseía
De oro no pequeñas cantidades,
Innumerables joyas y chagualas
Para sus ornamentos y sus galas" (De Castellanos, 1857: 265)
Hay que aclarar que si bien el escrito de Castellanos se publica en 1589, con una reedición en 1857, en una relación anónima que fue publicada nuevamente por Hermes Tovar Pinzón (Tovar, 1993), y antes por Juan Friede en la década de 1950 (Friede, 1955), aparece una alusión al Valle de Tairona que se dice está cerca de Buritaca (Pérez y Composte, 2014: 19). Ya que la relación es anónima, no se puede precisar el momento en que se redactó, pero al parecer está entre 1532 y 1545. Tovar dice que, en su criterio, lo más probable fuese 1545 (Tovar, 1993:125). En este sentido, la aparición de la palabra, el primer registro del que se tiene conocimiento es esta relación anónima. Como se aprecia en la relación anónima, transcrita por Juan Friede y Hermes Tovar, no se habla de que los españoles van a someter a los taironas o tairos, sino que harán sus campañas en un valle que se llama Tairona. La necesidad de convertir estas batallas en una épica de castellanos contra tribus de indios, será algo que se irá gestando al finalizar el siglo XVI e iniciar el XVII. Después, otros autores, retomarán este motivo, y harán sus propias épicas y síntesis, como Fray Pedro de Aguado, a finales del siglo XVI, Lucas Fernández de Piedrahita en el siglo XVII, y el Padre Julián, en el siglo XVIII.
Juan de Castellanos, con Hernando de Santana, el primero de Sevilla, el segundo de Zafra, fundaron Valledupar (ver imagen 1) y fueron los primeros en dar testimonio de los “tairos”. Juan de Castellanos militó en las huestes de Ursúa y se dice que abandonó al Capitán cuando a éste le atacó el afán de irse al sur a competir con las empresas de Francisco Pizarro (Huarte, 1980). En términos historiográficos, las campañas de Ursúa serán posteriores a la primera oleada conquistadora que se dará entre 1525 y 1530. Son en estas primeras campañas, donde los españoles no reportan el nombre del enemigo, sino los lugares que le son arrebatados a estos.
Después de un siglo de la publicación de las “Elegías”, Lucas Fernández de Piedrahíta retomó el tema de los tairo. A diferencia de las “Elegías”, Fernández no escribió sobre los tairo sino sobre los tairona (Fernández de Piedrahita, 1881). Esta tribu, aparecía representada nada más ni nada menos en un libro intitulado “Historia General de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada”. A diferencia de Castellanos, que participó en las campañas al lado de Ursúa, Fernández no vivió los acontecimientos, sino que le llegaron a oídos por segundas fuentes. A diferencia de las “Elegías”, esta historia general era épica y se centraba en dibujar a los conquistadores como prohombres que habían instaurado el orden en tierras de caníbales. Un hecho interesante en la narrativa de Fernández, es que hace alusión a Ursúa como el gran conquistador de los Tairona. En sus palabras:
"Desde que el Capitán Pedro de Ursúa tomó la posesión de Justicia Mayor de Santa Marta, que fue por fines del año de cincuenta y uno [1551], comenzó á maquinar los medios de que se podía valer para la conquista de los Taironas, de quienes tenía la noticia de ser una de las tres más belicosas naciones que habían sobresalido en las Indias, y en cuyo valle estaban los minerales de oro y platería..."
(Fernández de Piedrahita, 1881: 492).
Siguiendo esta genealogía, el siglo XVIII también vio emerger libros que hablaban de los taironas. En su libro, “La Perla de América”, el Padre Julián vuelve a retomar este nombre. Esta vez, él va un paso más allá y habla de los taironas como seres antediluvianos pues los compara con seres bíblicos, los famosos néfilim de la tradición judaica (Génesis 6:4). Según el Padre Julián:
Los Taironas eran en otro tiempo como los gigantes de la provincia de Santa Marta: Potentes a sæculo viri famosi[1]. Poderosos, porque eran los dueños del cerro y valle de Tairona, de las minas que había de oro y plata, y de piedras preciosas. Poderosos, porque teniendo ellos á la falda del cerro de Tairona las fraguas para la fundición de los metales, y joyerías para labrar joyas de diversas figuras, a ellos habían de acudir las demás naciones para fundir los oros y surtirse de joyas, y así estaban dependientes todos los demás Indios del Tairona, como del más rico y poderoso (Julián, 1854: 105).
Acá debemos hacer una aclaración y señalar que, en obras tan tempranas como las de Fray Pedro de Aguado (Aguado, 2011), que sabemos que se publicó a principios del siglo XX, sobre la base del manuscrito original que es un verdadero palimpsesto, redactado tal vez en el último tercio del siglo XVI, se señala que los españoles descubren y conquista un Valle de Tairona, sin que Aguado, o el que lo escribió, hable o reseñe una nación o una etnia tairona, como lo hará el padre Julián en el siglo XVIII.
Si retomamos las palabras de Trouillot, estas comparaciones de los tairona como Potentes a sæculo viri famosi, son las que se corresponden con los buenos salvajes de las utopías mercantilistas que se fraguaron en el siglo XVIII, y que hicieron del Imperio Español el más poderoso de la época. Sin embargo, lo que es interesante de resaltar es que la construcción del nicho ya estaba consolidada en la colonia, y de esta manera el siglo XIX va a ser presa de la idea de que la conquista supuso la desaparición de una poderosa nación, llamada tairona, a cargo de la conquista. Es interesante notar que, estas apreciaciones, son las primeras manifestaciones de la “nostalgia imperialista”, concepto acuñado por el antropólogo Renato Rosaldo (Rosaldo, 2000). En la república, entonces, la idea estructurada en la colonia de que los tairona habían desaparecido, ya era aceptada como moneda corrientemente de las transacciones historiográficas. Una vez se comenzaron a consolidar los sistemas de museos, a escala global, esta ficción iría decantándose en una materialidad conformada por salas de los museos, dándole un halo de veracidad a lo que era una construcción producto de las relaciones coloniales. En este sentido, hay que agregar que no se trata de decir que esa historiografía es falsa, o errónea; lo que se advierte es el nicho que permitió su emergencia, el cual se construyó sobre la base de despojos sistemáticos a cientos de comunidades.
Habría que apelar un poco a la ficción e imaginar que, en el siglo XIX, una vez conseguida la independencia, las formas de representar al otro se harán sobre la base de los nichos que dejarán, sobre todo, los eruditos del XVIII español que son, como sabemos, protagonistas de las reformas modernistas del imperio español conocidas como reformas borbónicas. En este sentido, dado que en la república se comisionarán exploraciones, de mayor envergadura que las coloniales, pero basadas en el mismo principio (evaluar potenciales agrícolas y mineros y sus conectividades portuarias) es claro que para el XIX existan más personas que, con sus libros y demás publicaciones, llenarán el nicho que había sido configurado desde el siglo XVI. Entonces es factible comprender, por la información disponible hoy día que, de unas relaciones anónimas, escritas en el siglo XVI, se harán unas crónicas, con sujetos étnicos especificados que serán los antagonistas de las historias, dada la necesidad de consolidar una épica de la usurpación.
Una vez el país se consolida como república en el siglo XIX, vendrá el afán de construir una cartografía del territorio, que servirá para proyectar la geografía de la nación. Por eso se comisionaron algunos estudios para comprender/construir el territorio. El famoso literato colombiano Jorge Isaac, fue encargado por el gobierno para recorrer el norte de Colombia. En su informe, no podría dejar escapar la alusión a los tairona. En sus palabras:
Remontémonos cuanto sea dable investigando de qué regiones de América vinieron los inmigrantes cuyos descendientes se hallaban en las Antillas y nuestro litoral Atlántico al empezar la conquista, incluyendo las tribus subsistentes hoy en el macizo de la Nevada, y la nación de los taironas, extinguida a mediados del siglo XVII en lucha valentísima con la raza conquistadora (Isaacs, 1967: 130).
Al parecer, Isaac toma la idea de la desaparición tal vez de la lectura del libro de Fernández de Piedrahita, pero ya Castellanos había hablado de que los tairo habían sido replegados por Ursúa en las famosas batallas de Los Pasos de Rodrigo. En las transcripciones reportadas por Juan Friede y Hermes Tovar, queda en claro que la mayoría de las campañas militares son reportadas para el siglo XVI. Incluso, los datos que aportan estos historiadores, hacen sospechar que el sometimiento de las comunidades que serán llamadas taironas, empezó al iniciar la década de 1530, o por lo menos ya para ese año había incursiones sistemáticas. Para 1545, ya existían reportes que mencionaban el “valle de Tairona que está 6 o 7 leguas de Buritaca que es gran valle y es muy rico” (Tovar, 1993: 139), haciendo alusión a las tierras que hacían parte de las regiones proveedoras de oro. Pero, como se dijo arriba, en el siglo XVI, y esto se confirma con la lectura de Fray Pedro de Aguado, no existen la mención a tribus con nombres específicos, sino a hitos de la geografía que se comenzaba a imaginar con el proceso de la conquista.
Un hecho que es importante anotar, es que las narraciones españolas del siglo XVIII, serán obra de los proyectos revisionistas de finales del siglo XVII, que buscaban depurar las síntesis históricas de relatos fantasiosos, para consolidar una forma de escritura que apelara a marcos racionales de descripción. De esta manera, el pensar formas de hacer historia, implicaba usar métodos racionales para construir las narraciones, en medio de un creciente nacionalismo (Morales, 1996). Este contexto, explica claramente las alusiones que hace el Padre Julián a la nación tairona, que se imagina como una unidad discreta al modo que el imperio español comenzaba a pensarse, asimismo, desde que ocurrió la unificación lingüística en el siglo XVI.
Otra persona que caerá en el nicho, será el famoso anarquista Eliseo Reclus quien en su libro “Colombia” de 1893, hablará de la “temida nación de los tairona” (Reclus, 1893: 21), e imaginará que Alfinger perdió con esta nación gran cantidad de sus hombres. Se nota que Reclus no conocía la relación anónima (lo mismo le pasará a Reichel-Dolmatoff), pues allí se relata otra historia. No se dice que se sometieron a los tairona, sino que se conquistó el Pueblo Grande, que está al sur de Santa Marta, con salida al mar por la población de Ciénaga.
Entonces el siglo XIX, heredó la memoria escrita en los textos de Castellanos, Aguado, Fernández Piedrahita, el Padre Julián, de tal suerte que, al configurarse la arqueología como una disciplina científica, los primeros esfuerzos estuvieron encaminados a reconocer las huellas de estas tribus poderosas, a explicar sus mecanismos de cambio social y las causas de su evolución. A pesar de ello, los koguis tienen otra versión de la historia. Si bien no es el lugar para explorar la visión de las comunidades locales sobre este tema, los koguis han dejado en claro que no son ningunos descendientes de los taironas, que son ellos mismos quienes fueron sometidos por los conquistadores, desarticulando su territorio; de hecho, algunos mamos, conservan espadas españolas de las batallas de 1527, cuando García de Lerma tomó Pueblo Grande destruyendo los santuarios, y matando las mujeres y los niños (Mestre & Rawitscher, 2018).
Iniciado el siglo XX, periodo pululante de riqueza exhibida en la conformación de colecciones de museos en los Estados Unidos, el afán por materialidades prehispánicas no se hizo esperar y, varias misiones comandadas por diversos exploradores, pronto comenzaron a buscar desesperadamente las evidencias de la nación tairona. Se sabe que para una época tan temprana como 1881, diversos exploradores especulaban que los tairona habían sido exterminados y reemplazados por gente proveniente del Orinoco (Giraldo, 2010: 42-43). Es decir que, el nicho estaba consolidado, y las preguntas permitidas tenían que ver con definir los focos migratorios, los momentos de apogeo y colapso. A este respecto, vale la pena señalar que no se trata de evidenciar la falacia del argumento, sino señalar cómo emerge un tema que merecía la atención de personas interesadas en antigüedades, que comenzaban a distanciarse del mero coleccionismo, para usar los artefactos, o restos de estos, como evidencias de relatos de corte histórico.
En los últimos años de la década de 1890, antropólogos norteamericanos comenzaron a visitar la SNSM para darle volumen a un nicho vacío. Este fue el caso de Francis Nicholas quien publicó en 1902 un artículo en American Anthropologist sobre Santa Marta. En el texto de Nicholas, es muy fácil hallar las estructuras de representación de las que habla Trouillot. De un lado, está la necesidad de registrar los vestigios de esos nobles salvajes hacedores de caminos, terrazas y aldeas, y de registrar probables descendientes. En palabras de Nicholas:
Durante los últimos 5 años he hecho extensivas exploraciones entre los indios de la antigua provincia española de Santa Marta, Colombia, donde he encontrado interesantes vestigios de pueblos prehistóricos y los restos sobrevivientes de tribus alguna vez poderosas (traducción propia) (Nicholas, 1901: 606).
Algo que es muy interesante de notar en Nicholas, es el disciplinamiento del que habla Trouillot. De un lado, la narrativa del viaje que lo lleva a recorrer las ruinas de pueblos prehistóricos, se mezcla con las valoraciones positivas de los otros, que resuenan en la afirmación del poderío que alguna vez tuvieron las tribus. Entonces el viaje a las ruinas, la percepción de los buenos salvajes, se mezcla con la utopía de los estadunidenses que promueven actividades de desarrollo en el Caribe. No debemos olvidar, que la arqueología en los Estados Unidos, desde sus inicios, fue un proyecto moral para ubicar a los Estados Unidos como el último eslabón de un proceso evolutivo que se podría documentar arqueológicamente (Patterson, 1986).
Este fervor por el pasado prehispánico de América del Sur, llevó a una lectura más o menos juiciosa de la documentación colonial. Una vez se institucionalizó la antropología en los Estados Unidos en la primera década de 1900, las expediciones arqueológicas no se hicieron esperar. Un dato no menor es que Nicholas sacó de Colombia varios artefactos precolombinos que fueron excavados por él en haciendas de café (Giraldo, 2010: 46) que habían sido fundadas por un ingeniero eléctrico que había sido contratado por el Estado regional para llevar luz eléctrica a Santa Marta.
En el año de 1922, arribó a Puerto Colombia en el barco Heredia, de la United Fruit Company, J. Alden Mason quien venía a dar cuenta de las materialidades de los tairona. Este arqueólogo, que era espía de una agencia de inteligencia de los Estados Unidos (Harris & Sadler, 2003), sabía claramente que en el litoral samario encontraría las huellas de los tairona (“long-extinct Tairona Indians”), a pesar de las pocas investigaciones arqueológicas hechas (Mason J. A., 1931: 11). Algo que debe reseñarse, es que J. Alden Mason contó para sus expediciones con fondos del Field Museum de Chicago y se basó en las pesquisas previas que habían hecho otros coleccionistas. Como se infiere del trabajo de J. Alden Mason, él recorrió básicamente el litoral de Santa Marta explorando las franjas del litoral que van desde la desembocadura del río Piedras a la desembocadura del río Gaira.
En la década de 1920, existía otro joven explorador que pronto se apasionó por el coleccionismo que bullía en los Estados Unidos. Era Gregory Mason. En 1923, Mason publicó un pequeño panfleto donde exhortaba a no pensar el competir con los coleccionistas europeos y su gran cantidad de artefactos de Grecia o Egipto. Mason fue más pragmático y sugirió pensar en América Central y Sur América como las nuevas proveedoras de objetos para las colecciones que se armaban en la competencia mundial por demostrar qué nación era más poderosa (Trigger, 1992: 36-77). Según Mason:
Si pudiera vivir lo suficiente como para olvidar alguno de ellos, yo olvidaría el Kremlin en Moscú, el Templo del Cielo en Pekín, o el Foro Romano, si, incluso la Acrópolis antes que yo pudiera olvidar mi primera imagen de las ruinas de la ciudad de Chichen Itza, Yucatán (traducción propia) (Mason G. , 1923: 43).
Esta empatía de Mason hacia los precolombinos, se fundaba en su experiencia con otros personajes como Marshall H. Saville, otro arqueólogo espía (Bonono & Farro, 2014). Dice Gregory Mason en su tesis doctoral de la Universidad del Sur de California, que él se interesó en los taironas como consecuencia de las recomendaciones de Saville. Éste le había dicho a Mason que, en el Caribe de Colombia, seguro encontraría buenas colecciones orfebres porque él mismo había comprado piezas de excelente calidad. Saville además le dijo a Mason, que era probable que en la región encontrara los descendientes de los antiguos taironas. Entonces Mason planeó una investigación en el área con esas intenciones: encontrar elementos orfebres, ver los restos de los tairona, y poder ver las tribus sobrevivientes. Un dato curioso es que Gregory Mason pensó que los descendientes deberían ser los “Goajiros” por su disposición a la guerra, sus músculos y el color de su piel que parecía al descrito por los españoles (Mason G. , 1938: Ix).
Una información que no deja de sorprender es que, a inicios del siglo XX, Seville y su hijo eran reconocidos compradores de precolombinos y con el apoyo de magnates estaban conformando las colecciones de los museos de las principales ciudades de Estados Unidos (Bonono & Farro, 2014). Además de jugar este rol de arqueólogo, Seville cumplía roles de inteligencia para el gobierno de los Estados Unidos, sobre todo reportando movimientos alemanes en América del Sur, cosa que también hacía J.A. Mason. Como se puede apreciar, las labores de espionaje y el afán de acumular precolombinos, eran tareas simultáneas que se daban en el marco de la hegemonía militar de los Estados Unidos sobre América Latina.
Con G. Mason pasó un hecho particular. Dentro de su agenda de viaje, tenía la misión estricta de traer máscaras koguis, que se habían popularizado desde que Konrad Theodore Preuss las llevó para Alemania. G. Mason obtuvo un ejemplar, en hechos muy confusos. Lo que se puede apreciar en su reporte (Mason, 1938), es que la máscara llegó a sus manos, después de que un inspector de policía se la arrebató a los koguis, arriba en los santuarios de Makotama. Mason, años después, tal vez por remordimiento, o tal vez por desinterés de los coleccionistas, pues la máscara era de madera, querrá devolver el espécimen, pero no se la recibirán. En todo caso, el asunto de la máscara, deja en claro como los arqueólogos a inicios del XX, llegaban a la SNSM a robarse objetos sagrados con la excusa de la conformación de colecciones.
Cuando se mira la información disponible que hace referencia a los múltiples roles de los coleccionistas, como agentes del gobierno (Bonono & Farro, 2014), o a los arqueólogos como socios de los empresarios del banano (pues las primera exploraciones se hicieron en las fincas de la United Fruit Company) (Patterson, 1986; Joyce, 2017), queda en claro que este afán por los precolombinos de Latinoamérica no era gratuito y que se daban en una dinámica de expansión de los Estados Unidos, quienes usaban los gobiernos de Centro América y el Caribe para que les concedieran grandes extensiones de tierra para el desarrollo de la agroindustria del banano (Bucheli, 2013). Está claro, a este respecto, que G. Mason hizo varias inspecciones arqueológicas en fincas de la United Fruit Company en Centro América, y allí se configura su relación con Santa Marta. Además, está claro, que los dos Mason llegaron a Santa Marta por medio de la ruta de vapores que unía Nueva York, Boston y Chicago, con Barranquilla, por medio de las escalas en Nueva Orleans y Panamá.
Mientras el gobierno americano compraba militares para hacerlos presidentes, con el fin de que les flexibilizaran las leyes nacionales para permitir la expansión del monocultivo del banano, los arqueólogos recogían de las plantaciones de banano, los precolombinos que se hallaban, para exhibirlos en Los Ángeles, Boston o New York. La escena es la de una gran máquina que expropia, y ubica las ruinas de la expropiación en grandes museos que recuerdan estos actos como necesarios e inevitables. Mientras eso ocurría, mientras se diseñaba un pasado a la medida de las necesidades de los Estados Unidos, las poblaciones locales eran sometidas cuando se intentaban revelar, ya fuese como protesta por la expropiación de sus territorios, o por su sometimiento como obreros en los procesos de proletarización.
Al entrar la década de 1940, J. Alden Mason y Gregory Mason habían dado muestras claras de la existencia de los tairona como culturas arqueológicas que podrían ser consideradas como grupos étnicos, según la tradición histórico cultural (Trigger, 1992: 144-196). Estos fueron los cimientos de la antropología y la arqueología del Norte de Colombia que se desplegaron en un nicho preexistente. Por esta situación, cuando en la década de 1950 Reichel-Dolmatoff comienza a reportar los resultados de sus investigaciones en la aldea Pueblito Chairama, cita a J. Alden Mason y adscribe sus hallazgos a la “cultura tairona” (Reichel, 1953:151). Nadie podría cuestionar esta asociación en lo sucesivo porque estaba refrendada por el saber experto de la antropología de los Estados Unidos.
El texto de Reichel de la década de 1950 que se menciona, es ciertamente descriptivo, y con pocos niveles de interpretación. De hecho, solo se limita a darle al lector una idea general de los tipos de construcción de la aldea Pueblito-Chairama y de la cerámica asociada. No hay explicación de la cultura material, ni qué representa en la discusión arqueológica en general. Para Gerardo Reichel-Dolmatoff, y su esposa Alicia Dussán, era claro desde la década de 1940, que los kogui eran los descendientes de los tairona (Reichel y Dussán, 1977:10); sin embargo, esa claridad era más una constatación de una idea popularizada por los lectores, sobre todo estadunidenses, de los libros españoles escritos sobre la región y que comenzaron a ser publicados en el siglo XIX, en Madrid. Recordemos que el primero que habló de la posibilidad de hallar en Santa Marta, restos de los tairona, no fue Reichel, ni los Mason, sino Marshall H. Saville. Evidentemente, esta continuidad era solo un recurso heurístico para poder explicar uno que otro artefacto, pero ello no implicaba reconocerles a las poblaciones actuales derechos políticos. Era una continuidad, establecida, medida y cuidada por los arqueólogos.
En 1961, cuando Johannes Wilbert, el célebre etnobotánico de la Universidad de California en Los Ángeles, comenzó su interés por las plantas, hizo una reunión de académicos en la que Reichel-Dolmatoff presentó un trabajo muy interesante sobre los sitios arqueológicos de los Andes y del Caribe Colombiano. En esa ocasión, Wilbert había convocado su reunión para explorar y comprender la evolución de los sistemas hortícolas en América de Sur en comunidades nativas. Esa vez Reichel, presentó un texto que tendría mucha influencia en el mundo académico posterior y que denominaría “Las bases agrícolas de los cacicazgos andinos de Colombia” (Reichel-Dolmatoff, 1961). Reichel señalaba que, en Colombia, habían existido dos comunidades a nivel de cacicazgos que eran los muiscas del altiplano cundiboyacense y los taironas de la SNSM. Este artículo, tendría un peso muy importante en la arqueología del norte de Colombia, pues especulaba, con una aparente veracidad, sobre los mecanismos económicos que permitieron ese grado de desarrollo local. De ahí en adelante, todas las clases de arqueología, y todos los museos que tuviesen interés en una representación de América, en los Estados Unidos, deberían tener evidencias de los muiscas y taironas, así como se tenían muestras de los incas y los mayas.
En 1965, en un libro editado por la recién fundada casa editorial Thames and Hudson, dedicada a la impresión de textos de divulgación, intitulado “Colombia”, Reichel dio estatus de comunidad étnica a los tairona (Reichel-Dolmatoff, Colombia, 1965: 142). Entonces, del Padre Julián a Reichel, podemos documentar cómo el nicho, como un hoyo negro, ha venido tragándose la literatura que describe el mismo fenómeno, una y otra vez, con diversos matices, con diversas intensidades, pero siempre apelando a la trama de la tribu poderosa que fue vencida. Hay que recordar que “Colombia”, de Reichel, era el número 44 de una serie denominada “Ancient Peoples and Places” editaba por el famoso arqueólogo británico Glyn Daniel, quien ejercía como editor de esa colección para Thames and Hudson. Esta serie la produjo mientras hacía diversas cosas como ser editor de la célebre revista inglesa “Antiquity”. “Ancient Peoples and Places”, era una serie diseñada por Daniel para una fácil lectura, de tal suerte que las afirmaciones generales no se revisaban demasiado, ni se apoyaban en datos confirmados. Era más una suerte de ventana para expertos de áreas culturales, según las clasificaciones británicas, que les permitía exhibir su trabajo al público en general. Dado que no había quien pudiera hacer una síntesis arqueológica de Colombia, Daniel le encargó a Reichel un texto que sería, en adelante, una suerte de biblia de la arqueología colombiana. Pero este texto de Reichel, es impreciso, especulativo, y arrastra un montón de prejuicios que Reichel popularizó con el tiempo; por ejemplo, la idea de que las ocupaciones del litoral de la SNSM, por carecer de pautas sedentarias, y basarse en economías de recolección, debían ser más antiguas que las economías serranas, basadas en la agricultura.
En la década de 1970, Henning Bischof realizó investigaciones en el área y fue el primero en llamar la atención en relación a la falta de precisión de Reichel al equiparar el complejo arqueológico tairona con una cultura étnica (Bischof, 1982: 83-84). Bischof no escatimó recursos y habló de que Reichel-Dolmatoff había configurado una “mistificación”, cuando en realidad lo que vino a hacer fue darle contenido a un nicho que se había venido llenando desde el siglo XVI cuando la palabra tairona comenzó a ser un significante con un cierto significado. Otros investigadores han hablado de que los taironas adquirieron un estatus mítico (Giraldo, 2010: 44), pero lo que está de fondo es que estos autores no exageraron, o inventaron una noción, sino que llenaron un espacio que se había configurado con el colonialismo: el nicho del salvaje.
En la década de 1980, la idea de que el siglo XVI había marcado una ruptura que permitió la aparición de una nueva cultura, era aceptado en circuitos de arqueólogos interesados en la región. En esa década, algunos académicos concebían que había una separación tajante entre los constructores de las aldeas y caminos y los actuales indígenas. Al respecto un arqueólogo de la época escribía:
El siglo XVIII marca el comienzo de una [nueva cultura], que se gesta a partir del reagrupamiento de indígenas provenientes de diversas regiones y cacicazgos. Aislados del conquistador, crearon una estructura social, política y económica, seleccionando las tradiciones adaptables a las nuevas condiciones imperantes. Este estado de sincretismo cultural de gentes provenientes de diversos cacicazgos, enfrentó problemas al romperse reglas de parentesco y otras estructuras sociales. No es posible medir cuál pudo ser el efecto de la desintegración cultural vivida durante el siglo XVI, pero se notan cambios fuertes, como el paso de una vida sedentaria al seminomadismo que ahora existe entre los coguis (Oyuela-Caycedo, 1986: 39).
El siglo XVIII marca el comienzo de una [nueva cultura], que se gesta a partir del reagrupamiento de indígenas provenientes de diversas regiones y cacicazgos. Aislados del conquistador, crearon una estructura social, política y económica, seleccionando las tradiciones adaptables a las nuevas condiciones imperantes. Este estado de sincretismo cultural de gentes provenientes de diversos cacicazgos, enfrentó problemas al romperse reglas de parentesco y otras estructuras sociales. No es posible medir cuál pudo ser el efecto de la desintegración cultural vivida durante el siglo XVI, pero se notan cambios fuertes, como el paso de una vida sedentaria al seminomadismo que ahora existe entre los coguis (Oyuela-Caycedo, 1986: 39).
Esta afirmación, se hace en un vacío de datos pues es imposible medir los procesos de digresión y reagrupación de colectivos étnicos en escalas de tiempo tan amplias. Lo cierto del caso es que, en el siglo XX, cuando se iniciaron las descripciones etnográficas de los koguis, la expropiación de varios objetos sagrados, que después fueron datados, señaló que eran del siglo XIV. Esto pasó específicamente con las colecciones que se llevó para Alemania Konrad Theodore Preuss (Reyes, 2017). Es decir, que hay evidencias claras de que, en el siglo XX, se usaban objetos rituales de fabricación prehispánica. Este hecho no es casual; como se mencionó arriba, algunos mama conservan objetos de las primeras batallas en sus territorios, que se dieron en 1529. Y esta conservación de objetos, se hace reconociendo que estos, son parte de las fuerzas que empezaron la apropiación de sus territorios en el siglo XVI.
La antropóloga Margarita Serje (Serje, 2008), quien trabajó en la región en la década de 1980, describió el proceso de investigar en la región como un proyecto que conformaba un cierto tipo de orden y un cierto tipo de utopía. Según su relato, los trabajos antropológicos que se adelantaban en la SNSM, a nombre de diversas ONG, tenían la intención de proteger formas de alteridad que eran conceptualizadas, según las visiones de buen salvaje, como ecológicamente correctos. Serje cuenta una anécdota interesante al respecto. Dice que, a finales de la década de 1970, comenzaron actividades que tenían la intención de preservar los bosques y los sitios arqueológicos de la serranía. Para ello se apeló primero a una gestión que se hizo con base en una ONG llamada “Fundación Cultura Tairona”. Dicha fundación, se liquidó y de allí emergió otra llamada Fundación Pro-Sierra (FPS). Dice la antropóloga que una vez la FPS comenzó a trabajar, una mujer campesina les dijo que ellos hacían lo mismo que la guerrilla, pero sin armas (Serje, 2008: 201). La frase cuestionó fuertemente a Serje, pero es evidente que dicho comentario evocó los procesos de constitución de órdenes que van precedidos o paralelos a los procesos de investigación etnográfica. Bien describe Serje, como etnógrafa de su propia antropología, que no solo estaban haciendo antropología, sino que estaban organizando las comunidades campesinas e indígenas según un modelo de gestión del territorio. Incluso, no solo se estaban conformando estructuras sociales que permitirían diálogos entre los líderes étnicos y los representantes del Estado, sino que se definirían las formas y dimensiones de sitios arqueológicos. Serje relata cómo en esos procesos de intervención, ya se habían restaurado “sitios tairona” después de los saqueos de la década anterior e inicios de la década de 1970. Según algunos baquianos, algunas terrazas y algunos caminos, simplemente se inventaron por lo que no es una metáfora que los procesos de consolidación de una antropología en la década de 1980 supusieron procesos de ordenamiento del territorio. No en balde, en esta autoconfesión que es el texto de Serje, una frase resume la ideología de los antropólogos formados en la década de 1970 en Colombia: “Resolvimos asumir que la presencia de etnógrafos o de arqueólogos necesariamente transforma la vida de las localidades donde trabaja” (Serje, 2008: 199). Serje reconoce que los acercamientos a la SNSM que se hicieron en la década de 1970 y 1980, supusieron una conjunción entre representación etnográfica y representación utópica. En sus palabras: “En la historia del grupo de trabajo del Buritaca y de la creación de la FPS, esta conjunción de la imaginación utópica con la imaginación etnográfica se expresa de varias maneras” (Serje, 2008: 204).
Un elemento que es revelador en el trabajo de Serje, es que ella describe con detalles cómo la utopía antropológica pronto fue imaginado un lugar que le correspondía al vacío que había que llenar en el nicho del salvaje que los atrapó. Relata Serje que, por medio de la representación arqueológica que tenían de la cultura tairona y la visión de la arquitectura kogui descrita por Reichel-Dolmatoff, se imaginó cómo deberían ser las aldeas reconstruidas para reproducir un modelo de equilibrio entre sociedad y naturaleza (Serje, 2008: 207-208). Como lo muestra la autora, este proceso de representación materializó las ideas que se habían popularizado en la imaginación antropológica a finales del siglo XIX, que buscaba las continuidades entre los poderosos seres antediluvianos que imaginó el Padre Julián y las tribus actuales. Igualmente, como lo intuyó Trouillot, en la imaginación colonial, en el caso de esta utopía ambientalista, el “otro” ecológicamente correcto permitía unir pasado y presente en un nuevo territorio utópico condensado en una nueva cartografía. Era claro, que no eran los taironas, pues estos no se dejaron someter, entonces eran los koguis, pero en una versión a prueba de intentos de rebelión o subversión del lugar que les correspondía en la historiografía republicana. Aguerridos en el pasado, y sumisos en el presente. En palabras de Serje:
El mapa de la FPS adquiere un carácter ideográfico que moviliza visualmente la lectura de la Sierra que propone la Fundación que hace énfasis en su biodiversidad y en la línea histórico-cultural que une a los actuales indígenas serranos tanto con la utopía etnográfica como con el complejo arqueológico tairona. Se convierte rápidamente en un verdadero icono y casi en el logo de la Fundación, apareciendo no solo en todos sus documentos sino en camisetas y folletos promocionales (Serje, 2008: 211).
Una tensión que se mantiene a lo largo del texto de Serje, es que ella reconoce las dimensiones coloniales que la representación de la Fundación implica, sin embargo, no es capaz de despojarse de ellas. Para ella sigue existiendo una cosa “llamada cultura tairona” que tal como lo decía Reichel, junto con los muiscas, representan las dos “civilizaciones precoloniales Colombianas” (Serje, 2008: 189).
Habría que agregar a esta mirada, que más allá de asociar a los indígenas con prototipos de pobladores ecológicamente amigables, como consecuencia del auge del ambientalismo, lo que ocurrió fue que esa parte de la utopía ecológica requería un salvaje a la medida tal como lo había anunciado Trouillot. Si bien el “nativo ecológico” puede ser construido (Ulloa, 2004), parece más sensato ver este constructo como una consecuencia de un nicho preexistente. Efectivamente, se representó en el telón de fondo de reglas que permitían decir ciertas cosas de esos “otros”. En la década de 1980, esta política de la representación hizo que los indígenas, en especial los koguis, fueran pensados como amigables y ecológicamente sostenibles, por el contrario, los campesinos fueron pensados como depredadores indeseables (Serje, 2008) . Entonces, los antropólogos, ayudaron a crear una tipología de salvajes que aún no ha sido analizada con serenidad.
Hace más de una década, Carl Langebaek (Langebaek, 2005), señaló los problemas asociados a la arqueología de la SNSM, comprobando que, por ejemplo, a nivel de cronologías, se aceptaba que las ocupaciones serranas eran más tardías que las ocupaciones del litoral, no porque ello correspondiera a un fenómeno histórico, sino porque los arqueólogos se habían enfocado a excavar “ciudades perdidas”, orientando todos sus recursos a un área, y dejando sin representatividad otra. Por ello, la mayoría de las frecuencias de fechamientos de C-14, daban como más antigua la ocupación del litoral, cosa que se ha venido transformando a medida que se hacen más investigaciones en los sitios serranos. Asimismo, Langebaek, en la inauguración de la maestría en antropología de la Universidad del Magdalena, en el 2018, señaló en su conferencia inaugural, los derroteros por seguir para comprender cómo la región fue construida desde una mirada que correspondía a las formas de historiografía de la conquista y la colonia. Por ejemplo, por mencionar el filón más evidente, es necesario comprender cómo fue construida la alteridad étnica, por parte de la historiografía caribeña en Colombia, una vez se planteó el debate sobre el determinismo ambiental que suponía la imposibilidad de la civilización en América. Como se sabe para el caso andino, las primeras pesquisas sobre los muiscas se dieron como una respuesta al determinismo ambiental, no solo en el XIX, sino también en la plenitud de las reformas liberales del primer tercio del XX en Colombia. Asimismo, llamó la atención sobre las continuidades en las formas lingüísticas, que superan las cronologías de la arqueología. Es decir que, investigadores de la talla de C. Langebaek, que conoce al detalle la región, llaman por un revisionismo que aún no inicia, y que se espera nutrir con la reflexión planteada acá.
Sin duda alguna, hoy día el nicho está totalmente visibilizado y cuestionado. Se han dado procesos interesantes, como por ejemplo el decreto presidencial 1500 de 2018. Ese decreto, que fue firmado por el expresidente Juan Manuel Santos, reconoce el derecho de los pueblos de la SNSM al manejo de sus sitios sagrados, sin que ello implique poner en cuestión la propiedad privada de la tierra. De todas maneras, exhorta a consultar a los pueblos sobre las intervenciones en esos lugares sagrados. Se reconocen casi 350 lugares, entre los que se destaca Pueblito Chairama, cuya plazoleta central fue cerrada por encontrarse allí sitios de gran relevancia para la cosmogonía de los pueblos de la SNSM. Recordemos, que Pueblito no solo fue guaqueado, sino que fue excavado varias veces, en especial por Reichel-Dolmatoff, quien acumuló gran cantidad de materiales, entre ellos tumas, que son piedras de cuarzo pulido, que sirven para hacer los rituales. Como lo señalan los koguis, esta destrucción sistemática de santuarios, fue simplemente la expresión de una dinámica de colonización que buscaba, a la larga, el exterminio de la nación kogui (Mestre & Rawitscher, 2018). A pesar de que los eruditos mataron a los taironas, en lo textos que escribían, para construir una versión light de estos, que serían los koguis, la resistencia de los pueblos de la SNSM pudo más que la imaginación disciplinada.
En este sentido, un proceso de descolonización de la memoria, implicará desarmar el nicho del salvaje y reconocer los lazos que unen el pasado con el presente, de manera que se reconozca que, las materialidades del pasado, no son evidencias de tribus vencidas y exterminadas, sino evidencias de las atrocidades del colonialismo, en sus diversas fases. Ese es el reto mayor, y a lo que le apostamos con estas reflexiones necesarias para una descolonización de la arqueología.
Conclusiones
En una tesis doctoral sobre dos sitios emblemáticos de la cultura arqueológica tairona (Giraldo, 2010), se rememoraba la vieja idea del Padre Julián del poderío de estas naciones; no en balde, la tesis lleva el ostentoso nombre de ”Lords of the snowy ranges”. La visión patriarcal, es evidente en este tipo de nominaciones y, obnubila el hecho de que las sociedades del caribe al momento del contacto, eran predominantemente matrilineales (Helms, 1980). De esta suerte, no serían “lords” los que dirigían y orientaban la sociedad en las SNSM, sino clanes matrilineales interconectados por sistemas de intercambio. Si bien el trabajo arqueológico que se viene haciendo en la SNSM es tremendo, y muestra de ello es la tesis mencionada, la motivación principal sigue rondando el imaginario que crearon los dos Mason, a la vez retomado de la historiografía española del siglo XVIII, que era de corte nacionalista.
En el caso de la SNSM, el nicho que permitió pensar en la alteridad, generó varios estratos, uno sería la conformación del sujeto de la conquista, que sería el gigante tairona del Padre Julián. De ese buen otro, apropiado para las épicas de la conquista, saldría el sujeto de las primeras indagaciones arqueológicas, que es el que imagina Saville, y que materializa en las primeras colecciones que se forman, del norte de Colombia, en los Estados Unidos. Finalmente, emergerá el otro de la arqueología de la década de 1970, que no será el gigante del Padre Julián, sino un ambientalista que, al ser estudiado, nos dará la medida para conocer las formas adecuadas de manejo de la SNSM. Ese ambientalista, podrá ser iluminado por los koguis actuales que, a la final, algo heredaron de los tairona. En esa visión, los kággaba o koguis (coguis o kogis), fueron adquiriendo preponderancia en tanto podían decir algo de los tairona. Como se puede apreciar en esta revisión, esta idea que otorga continuidad entre los tairona y los kogui, estaba presente en los coleccionistas norteamericanos como Seville, y dicha idea fue heredada al proyecto de institucionalización de la antropología colombiana. A su vez, Reichel popularizó esta idea en sus publicaciones y sus actividades de docencia, en especial en la generación que él ayudó a formar y que hizo las primeras indagaciones en la SNSM. Lo que más sobresale de esta imagen es que, a las comunidades serranas, en pasado o presente, se las construye como sujetos apolíticos, pues en el pasado es claro que la historia terminará con la sujeción colonial, y en el presente se les negará su acción política. Tal vez, en esto resida la reflexión sobre los koguis de la década del 2000, donde los antropólogos no se preocuparon por la agenda política local, sino por su representación en los textos.
Hay que señalar que, esta segmentación temporal, ha hecho que en la actualidad el “nicho del salvaje”, no solo se haya estructurado como imagen o tema netamente académico. También se ha configurado, como imagen, como ícono de consumo publicitario, que ocurre en diversos niveles y escalas. Evidentemente, estas imágenes apelan a los lados positivos del nicho formado por los taironas y los koguis. Para el caso de los taironas, emprendimientos comerciales como edificios, lo cual incluye hoteles, centros comerciales, e inmuebles de la administración pública, como la sede de la Gobernación del Magdalena, llevan el nombre tairona. Para el caso de los koguis, su imagen se usa, por ejemplo, en el actual (2019) billete de 50 mil pesos que es la segunda denominación más alta de la moneda nacional. También, su imagen se usa para vender experiencias con pueblos ancestrales. De esta suerte, cuando se camina por el centro histórico de Santa Marta, las compañías de turismo tienen koguis en grandes lavaros impresos, que invitan al turista a internarse en el corazón de la SNSM.
Según lo anterior, se establece un sistema de valoración positiva hacia los taironas, en tanto se comprenden como los “viri famosi” del padre Julián, a la vez que se valora positivamente a los koguis, en tanto heredaron esas formas ancestrales de manejo del territorio. De otro lado, se genera un sistema de representación negativa hacia los tairona, porque al fin y al cabo tenían que ser evangelizados, y se genera una visión negativa de los koguis, mientras estos alcen la voz y reclamen territorios y autonomía política. De esta suerte, los taironas son representados como aguerridos y fuertes corporalmente, mientras los koguis son representados como taciturnos y silenciosos. Recordemos el homenaje que Héctor Lombana hizo a la “cultura tairona”, en la década de 1990, haciendo sendas esculturas en fibra de vidrio de indígenas gigantes, tal como los visualizó el padre Julián. Las esculturas aún están en la bahía de Santa Marta, bastante deterioradas, siendo uno de los focos de atracción turística más importantes del centro histórico.
De otra parte, los sitios arqueológicos han sido usados para mostrar la magnificencia de los indígenas del pasado, generando de esta manera un mecanismo de filtración donde los indígenas actuales son representados como buenos mientras no pidan territorios y demanden recursos y se limiten a no intervenir ecosistemas, como se supone lo vienen haciendo desde tiempos inmemoriales. De otro lado, los indígenas del pasado son pensados como grandes orfebres, ingenieros, seres ideales que hacen parte de la nostalgia por lo que ya no existe (Rosaldo, 2000: 93-112). A pesar de que Renato Rosaldo, quien habló de la “nostalgia imperialista”, se refiere a los procesos de colonización más recientes como los del siglo XIX y XX, es claro que este concepto puede ser extendido a los documentos de la conquista y colonia que no escatiman en adjetivos para hablar de lo “poderosas” que eran las tribus que los mismos españoles ayudaron a destruir (es el caso citado del Padre Julián (Julián, 1854).
Los usos de la noción tairona se extienden a otras esferas. En la década de 1990 y el 2000, los grupos paramilitares que operaban el flanco occidental de la SNSM, que no podían representarse como mansas palomas, no dudaron en ponerle a su bloque “Resistencia Tairona”. Esto mismo se hizo en Antioquia, elemento que se evidencia en la conformación del Boque Cacique Nutibara, y en el Valle del Cauca con la creación del Bloque Calima. Todos grupos armados, mercenarios contemporáneos, con nombres asociados a grupos indígenas, pensados como poderoso guerreros que, lamentablemente, tuvieron que sucumbir al avance inexorable de la modernidad. En el caso de los paramilitares, el uso de la noción, se hace porque la categoría sirve como un lenguaje, como una suerte de lexema que ayuda a dar énfasis a los significados y que, de hecho, intenta confundir la diferencia entre el significado y significante. Los paramilitares se llamaron como los indios, porque a la final querían verse como rebeldes, tal cual se reseñan estas tribus en ficciones como las del padre Julián.
Además del uso de la categoría por grupos armados, la palabra ha servido para nominar parques naturales, restaurantes, tiendas de empeños, compañías de turismo y cuanta cosa inimaginable exista. De eso se trata precisamente la constitución de estas concavidades que parecen inagotables, pues no se llenan con nada, y terminan por chuparse todo como un gran agujero negro.
Uno de las cosas más extrañas que se han llamado tairona, tal vez sean los caballos de paso fino colombiano “Tayrona del Paso” con sus dos clones, “Tayrona del Paso Cl 1” y “Tayrona del Paso Cl 2”. Entonces uno podría preguntarse: ¿Por qué un grupo de paramilitares y un grupo de caballistas, deciden llamarles a los objetos que los unen, que los representan, de la misma manera, con el mismo nombre? Es el nicho que demanda las nominaciones, en el marco de formas precisas y disciplinadas de entender la historia y las sociedades. El problema con estas narrativas, es que las mismas fomentan y garantizan la reproducción de las matrices de pensamiento de la sociedad nacional. De tal suerte, la única manera de poder generar sociedades que trasciendan los valores de la modernidad, es afectando los espacios donde estos sistemas de administración de la diferencia, se organizan y reproducen. A pesar de la importancia de estos elementos, un debate de cómo debería diseñarse esa transición está más allá del alcance de este artículo.
Para finalizar este documento, es importante recalcar que, las comunidades de la SNSM, están buscando que sus narrativas sean escuchadas, pues en sus relatos no hay una historia de colapso poblacional, sino una historia de resistencia y de reorganización para no dejar sucumbir la cultura. Esto es bien diferente de los relatos construidos por algunos arqueólogos, que ubican a las comunidades actuales como productos coloniales, desempoderando los argumentos de las comunidades locales basados en la continuidad. Es necesario abrir las puertas y escuchar estas narrativas, como una manera de sobrevivir el poder del nicho establecido.
Agradecimientos
A Francisco Gil, de Palmor, por su comprensión y apoyo a mis preguntas sobre los koguis. A Anghie Prado, por su ilustración del mundo serrano. A Eduardo Forero, por sus instrucciones para comprender la región, y el Cabildo Gobernador de Taganga, Ariel Daniels, por su vitalidad inspiradora.
Referencias
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Notas