Carta
al editor
Jugando
Sunset Riders mientras se construye una estigmatización del “Otro”
Playing Sunset Raiders while stigmatizing
the “Other”
Antropólogo.
M.Sc. Educación y M.Sc. Comunicación.
Profesor del
programa de comunicación social y medios digitales de la Universidad de la
Costa-CUC.
ORCID ID
0000-0002-0131-0276
S
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unset Riders (SR) tal vez puede ser
para muchos treintañeros uno de los primeros juegos de 16 bits al estilo “Shoot
'em up” ambientado en el viejo Oeste, y como suele suceder cada vez que vemos
por primera vez un juego que se encuentra a la vanguardia de su época respecto
a gráficos y jugabilidad, para quienes pudimos experimentarlo, fue una
experiencia visual y sonora impresionante, nunca antes vivida en una consola
casera en los lejanos inicios de los años 90.
Como muchos sabrán, SR es un videojuego
de Arcade lanzado en su versión original el 4 de septiembre de 1991, luego
adaptado para la plataforma Mega Drive/Génesis en noviembre del 92 en Norteamérica
y posteriormente en mayo del 93 en España. Asimismo, en octubre de 1993 fue
adaptado para la consola SNES, que es la versión usada para este texto, se estrenó
en Norteamérica y se lanzó posteriormente en enero de 1994 en España. A simple
vista, SR es un título de plataforma “shoot 'em up” en el que se puede jugar
con uno o hasta con cuatro jugadores dependiendo de la versión. Este texto
espera realizar es una pequeña reflexión acerca de algunos elementos específicos
que componen un todo lúdico llamado Sunset Riders, y que muy probablemente
pasaron desapercibidos para muchos de nosotros, quienes desde hace ya más de
dos décadas continuamos jugando este famoso videojuego desarrollado por la
poderosa Konami.
El juego inicia de manera intempestiva,
el jugador empieza a disparar sin saber en realidad a quién le está disparando ni
por qué razón lo está haciendo, pero qué importancia tiene preguntarse esas
cosas si lo que se quiere es darle a todo lo que se mueva antes de que nos
disparen a nosotros. Toda la narrativa y el diseño del juego son una adaptación
de los filmes hollywoodenses del viejo Oeste, donde el vaquero gringo por lo
general es el bueno de la película. Hay escenas en paisajes desérticos, tiroteos
y todo lo que un film wéstern posee, desde persecuciones a caballo, hasta asaltos
a estaciones de tren. Los protagonistas son cuatro cazarrecompensas llamados:
Steve, Billy, Bob y Cormano, quienes buscan reclamar las recompensas más
jugosas ofrecidas por atrapar o eliminar a los forajidos más peligrosos y buscados
del Oeste; cada uno de los escenarios inicia con la aparición del ya legendario
cartel de “Se busca vivo o muerto”. En ese sentido, al pasar por cada uno de
los escenarios que brinda el juego, empezando por el ranchero ladrón de ganado Simon
Greedwell, el asaltante de trenes Hawkeye Hank Hatfield, y el saqueador de
ciudades Dark Horse, hasta llegar donde los hermanos Smith, pueden trascurrir
muchos minutos o hasta horas en la dinámica de juego.
Ahora bien, es en este punto, luego
de derrotar a los hermanos Smith, donde tiene lugar la reflexión que planteamos,
enfocándonos específicamente en el cartel que se va develando poco a poco, el
cual describe al líder de la mafia, Sir Richard Rose, y a sus tres cabecillas
más cercanos: El Greco, Chief Scalpem y Paco Loco. Así, el primer elemento a
considerar es que tanto los tres cabecillas como el mismo jefe final pueden considerarse
los típicos clichés del sujeto malo que reproducen toda una representación desbocada
de la otredad, entendida desde una lógica bipolar entre el bien y el mal, con la imposibilidad de elementos
intermedios, donde el otro es concebido como el malo al que hay que destruir. Dicha
bipolaridad radical se utiliza como elemento fundamental y significativamente
necesario para la construcción de una identidad pura y prístina, ya que su
reconocimiento resulta ser implementado como un “constructo maniqueo, y su
utilización como aparente condición sine qua non de la identidad” (Corona,
2015, p. 6).
En ese orden de ideas, cuando nos
referimos a ese “otro” construido por discursos hegemónicos, apuntamos hacia
esa
otredad
encarnada por los pobres, los indígenas, los campesinos, los gais, los negros, los
locos o las mujeres que se sigue
demonizando de forma creativa pero virulenta
y a […] las relaciones de poder que se
consolidan, gracias a la imposición generalizada en las relaciones sociales,
del miedo, el odio y el rechazo hacia lo extraño o extranjero, hacia la otredad
como amenaza para el orden dominante (La cursiva es mía) (Hidalgo, 2004, p. 13).
Pero, ¿quién es ese otro estigmatizado
que problematizamos aquí? Nos referimos al “otro" no como sujeto o
individuo, sino como a un orden simbólico (Gianuzzi, 2012) que trasciende al
sujeto. En ese sentido, detengámonos brevemente en cada uno de estos cuatro
personajes.
El
Greco
Como el “otro”, es ese sujeto mexicano
latinoamericano estigmatizado por ser el narcotraficante, que originario del “tercer
mundo”, siempre es partícipe de actos delictivos perpetuados en el “primer
mundo”. Ahora, aunque Cormano, uno de los protagonistas del juego, también sea un
personaje caracterizado como mexicano, puede éste circunscribirse en lo que se
conoce como “el occidental disfrazado de otro”, pues en los pocos casos donde el “otro” es mostrado como el “yo
lúdico”, éste se define a través de las diferencias con el mundo occidental, en
donde la trama central se convierte en una narrativa que simplemente
occidentaliza a ese “otro”, haciéndolo luchar por los valores occidentales o
los ideales que Occidente defiende, enajenándolo y convirtiéndolo en un occidental
disfrazado que no defiende las cosmogonías, ideologías o posiciones inherentes
a la supuesta identidad que representa más allá de la estética que expresa
explícitamente su diseño visual (Corona, 2015).
Inclusive, como análisis
complementario, en la versión arcade de SR, Cormano le quita el sombrero al Greco
en el momento de eliminarlo; esta acción podría ser susceptible a interpretarse
de múltiples maneras, pero puede verse como la intención de denotar la
existencia de dos formas del ser mexicano, mientras al mismo tiempo Cormano toma
la batuta como representación del “deber ser”, que debe defender un sistema de
valores determinado y expuesto como correcto, un sistema de valores más loable
que el establecido por la otredad, que al final resulta ser “merecidamente” destruida
de manera justa, legítima y justificada con la muerte de El Greco. Sin embargo,
¿puede el propio Cormano representar lo mexicano como ese “otro” alienado por
la cosmogonía occidental?, entendiendo la alienación o enajenación como una
problemática filosófica caracterizada por la “pérdida de la naturaleza de algo,
de su esencia, de tal modo que su existencia actual está divorciada de su
naturaleza real” (Skempton, 2010, citado en Gros, 2016, p. 182). Sea cual sea
la respuesta, queda clara la exposición de una presunta superioridad ontológica
por la occidentalización del otro más allá del simple hecho de que uno sea el
mexicano malo y otro el bueno.
Chief
Scalpem
Este
personaje resulta ser la representación de un nativo americano que trabaja para
Richard Rose por proteger a los miembros de su comunidad; su representación
reproduce la imagen del nativo violento como sujeto que hay que dominar. Mucha
de esa representación del nativo norteamericano como sujeto despreciable, peligroso,
amenazante e inhumano ha quedado plasmada en cientos de wésterns a lo largo de
la historia del cine norteamericano, en donde constantemente se deshumaniza al
indígena con el propósito de justificar las acciones de barbarie perpetuadas
por los colonos, buscando con ello cierta legitimidad en los brutales genocidios
llevados a cabo por el hombre blanco durante todo el proceso de la colonización
británica y francesa en Norteamérica.
Así,
la demonización del indio como enemigo, como “algo” (no alguien) inclinado a
colaborar por voluntad o por la fuerza en actos de barbarie se encuentra circunscrito
en los linderos de lo sobrenatural e irracional, teniendo en cuenta que además
de ser un nativo, Chief Scalpem goza de la categoría de chamán, lo que le otorga
una característica adicional de sobrenaturalidad que lo estigmatiza aún más
como el “otro” peligroso, ya que “la condición de sobrenatural en el otro
peligroso adquiere una connotación de inevitabilidad e incontrolabilidad,
frente a lo cual el acechado solo puede intentar huir o emprender una heroica
lucha individual” (Lindón, 2007, p. 227) como bien lo hacen nuestros cuatro
protagonistas. El cliché del otro místico y esotérico queda, de la misma
manera, plasmado en el escenario de la lucha, un lugar configurado por varios círculos
concéntricos de roca que remite a un sitio mágico en donde se ubica esa otredad
en términos geográficos, pues “los lugares en los que adviene ese otro que
acecha en los mitos son los ‘paisajes del miedo’. Éstos se originan a partir de
construcciones sociales que trascienden las fronteras y determinan la conducta
de quienes cargan con ellos” (Gianuzzi, 2012, p. 90). Así, al estar rodeados por
la circunferencia creada por rocas de diversos tamaños experimentamos el estar
en un lugar dominado por el “otro místico” que amenaza nuestra lógica racional
y por tanto debe ser destruido.
Paco
Loco
En el caso de este personaje, no
solo es otro mexicano, sino que además está loco, en él se dejan ver la
estigmatización y los clichés de la diferencia que se encuentran por fuera de
los márgenes de la magnánima razón, en contraste con la “normalidad”
establecida por Occidente. Paco Loco, como otro de los tres secuaces de Sir
Richard Rose, es el encargado de proteger la presa que da acceso a la mansión
de Richard y siendo otro de los malos “coincidentemente” latino, se muestra
como un sujeto disonante, que nos hace cuestionar la construcción de la locura
como discurso que encarcela la voz del otro como sujeto disfuncional para el
sistema productivo del que es arrancado y al que ya no pertenece, teniendo en
cuenta que a partir del siglo XVII “los hombres de sinrazón son tipos que la
sociedad reconoce y aísla: el depravado, el disipador, el homosexual, el mago,
el suicida, el libertino. La sinrazón empieza a medirse según cierto
apartamiento de la norma social” (Foucault, 1967, p. 88). Por tanto, al estar
protegiendo la fortaleza del jefe, ese lugar cercado, ese claustro que contiene
muchas posibles manifestaciones irregulares que interpelan las nociones de
normalidad dominantes en el exterior, este personaje se convierte en el
centinela que resguarda lo prohibido, un territorio de lo ilegal e irracional
que se encuentra separado del espacio del “mundo normal”, y evoca los muros de
las instituciones que separan de la sociedad a los que la sociedad considera
por fuera de lo racional.
Es así que, al estar vigilando un
muro, Paco Loco evoca las paredes del manicomio como recinto donde se
enclaustra y se aparta de la sociedad a los sujetos que se encuentran por fuera
del patrón mental normalmente aceptado, es concebido como un “lugar de la
locura que ha sido percibido como un
espacio para silenciar a todos aquellos cuya manera de pensar, sentir o
comportarse resulta intolerable o amenazante para la sociedad” (La cursiva es
mía) (Sacristán, 2009, p. 116).
Sir
Richard Rose
Ya en el caso del jefe —como último
desafío del juego—, nos encontramos con un hombre británico, líder de la mafia,
afeminado y catalogado como gay para muchos jugadores. Este personaje, según la
trama de la historia, se convirtió en un barón dueño de varias tierras en el Oeste
norteamericano. Para el caso de Richard Rose, opera la otredad en términos del
género, mostrando al gay como representación del otro en oposición a lo aceptable
y legítimamente establecido por la hetero-normatividad de un mundo organizado
bajo los cánones de una hegemonía de género que naturaliza el patriarcado y que
se posiciona abruptamente y de manera impositiva en el peldaño superior sobre
un presunto esquema verticalmente jerárquico, donde lo tradicionalmente
masculino es la normalidad, es la regla, y se muestra superior a lo femenino y
sobre todo a lo gay. En ese sentido, cuando llegamos al final del juego, nos
enfrentamos a ese gay que hay que derrotar por ser el personaje malo que en una
lectura superficial responde solo a su rol como delincuente y líder de la mafia,
pero que a la vez es asociado con una condición de género estigmatizada y
enlazada al malo construido por las nociones occidentalistas de lo que debe ser
correcto, aunque sea esta vez reproducido por una compañía japonesa.
Así,
el poder simbólico que se ejerce en la narrativa de este videojuego es posible gracias
a la dominación de los símbolos. En esa medida, usando el lenguaje se define al
otro a través de la exacerbación de sus debilidades o defectos, produciendo lo
que Stuart Hall llama “el espectáculo del otro” (Hall, 1997), en donde a través
de las concatenaciones de significados se pueden establecer jerarquías que
localizan a unos sujetos por encima de otros desde sus características
culturales, de género, étnicas o nacionales, representando al “otro” dentro de
un ejercicio de percepción que lo denota o lo señala como una amenaza. Por
tanto, ese miedo o repulsión hacia el otro, construido
a partir de naturalizaciones de su inferioridad como sujeto impuro, se inscribe
dentro de
prácticas (formas de violencia, de
desprecio, de intolerancia, de humillación, de explotación), discursos y
representaciones que son otros tantos desarrollos intelectuales del fantasma de
profilaxis o de segregación (necesidad de purificar el cuerpo social, de
preservar la identidad del "yo", del "nosotros", ante
cualquier perspectiva de promiscuidad, de mestizaje, de invasión), y que se
articulan en torno a estigmas de la alteridad (apellido, color de la piel,
prácticas religiosas) (Balibar, 1991, p. 32).
En conclusión, este título sin
lugar a dudas nos hace preguntarnos hasta qué punto y en qué medida en muchos
de los contenidos de los videojuegos de esa época se reproducen de manera sutil
modelos o estigmatizaciones que legitiman una relaciones de poder asimétricas, en
donde el otro diferente al defensor del esquema occidental se convierte y es
construido bajo el discurso de la amenaza, el peligro, al que hay que destruir
o aniquilar. En ese sentido, a pesar de que
SR contenga toda esa carga simbólica no deja de ser un excelente videojuego que
marcó nuestra juventud, aunque lastimosamente es posible que también ayudara a alimentar
nuestra naturalización de las supuestas superioridades de unos grupos frente a
la presunta inferioridad de otros.
Esta breve reflexión puede ser
tomada como una invitación para abordar desde las ciencias sociales estas
narrativas y representaciones con las que muchos hemos crecido, no sólo desde
la práctica del consumo, sino desde las dinámicas de producción contemporáneas
que posiblemente vean en lo transmedia su realización. Así, en las próximas
oportunidades en las que podamos jugar éste u otro videojuego, seamos más
observadores y críticos respecto a la manera como se encuentra construida su
organización narrativa, pues en la mayoría de los casos no resulta nada
inocente.
Balibar, E. (1991). “¿Existe el neorracismo?”, Raza, nación y
clase. Madrid, España: IEPALA.
Foucault, M. (1967). Historia de la locura en la época clásica. México
DF, México: Fondo de Cultura Económica.
Corona, A. (2015). El otro lúdico:
el problema de la representación de la otredad en el videojuego. Razón y Palabra, 19(92), 1-16.
Gianuzzi, E. (2012). El miedo en la
"otredad": mito y cultura popular en el noroeste argentino. Cuadernos
Interculturales, 10(18),
77-111.
Gros, A. (2016). Motivos hegelianos
en la concepción del trabajo del Joven Marx. Revista Folios, 43, 181-197.
Hall, S. (1997). El espectáculo del
Otro. En Hall (Ed.), Representación
Cultural y prácticas significantes, (pp. 223-290). London, Inglaterra: Open
University Press.
Hidalgo,
R. (2004). La otredad en América Latina: etnicidad, pobreza y feminidad. Polis, 3 (9),
1-18.
Lindón,
A. (2007). La construcción social de los paisajes invisibles y del miedo. En J.
Nogué (Ed.), La construcción social del
paisaje, (pp. 213-236). Madrid, España: Biblioteca Nueva.
Sacristán, C. (2009). La locura se
topa con el manicomio. Una historia por contar. Cuicuilco, 16(45), 163-189.