Abstract
Sentada en una piedra babosa a mitad del arroyo, Rosario veía por octava vez cómo los pececitos plateados salían de un girón del agua mona y se llevaban en sus bocas marinas los restos de las hojas muertas de Matarratón que la fiebre hirviente de Salustiana había marchitado. La niña de seis meses dormía en su regazo envuelta en mantas de algodón, la fiebre había aumentado en la madrugada de aquel verano encarnizado que arropaba el universo verde donde Rosario vivía con Benito, en la punta alta de una loma que dejaba ver la vista circunvalar de lo que era la lejanía de Riosucio.Downloads
Download data is not yet available.